A propósito de lo místico y mundano
A propósito de lo místico y mundano
Hoy quiero refrescar mi memoria a propósito de lo que para unos fue una semana de reflexión y para otros una de vacaciones, ambas posturas respetables y posiblemente hasta compatibles.
Cabe aclarar que este desorden de letras de ninguna manera tiene intenciones evangelizadoras o proselitistas para cualquier fe.
Un par de recuerdos bastarían para avalar el párrafo anterior:
Al retornar de una misión periodística, en la cual experimenté el terror por estar cerca de la muerte y la aceptación de abandonar la vida, lo primero que hice al entrar a mi primera casa editorial en Monterrey fue dirigirme a la oficina del director.
No, no se trataba de reclamarle por haberme pedido abordar un avión de la Segunda Guerra Mundial en búsqueda de una exclusiva, aparato que estuvo cerca de caer por la falla de uno de sus motores, sino de hacerle una confesión.
Toqué la puerta de su despacho por mero trámite, la abrí y entré para enfrentarlo, ¿o enfrentarme?, cara a cara con él, más con determinación que con descortesía.
—Solamente vengo a decirle que soy un cobarde—espeté al directivo, quien mostró sorpresa al no entender el motivo de mi tajante declaración.
—¿Por qué dice eso?—expresó interrumpiendo la redacción de la columna que escribía en su computadora.
—Porque cuando creí que el avión se desplomaba deseé que existiera Dios—manifesté y luego me retiré a trabajar, con todo y mi agnosticismo.
Una segunda experiencia que desmiente mis intenciones evangelizadoras o propagandísticas a favor de alguna creencia, la tuve cuando quise acreditar la asignatura pendiente de ser torero.
—Lo primero que debe hacer es saludar a sus compañeros—indicó mi maestro tan pronto entramos al patio de cuadrillas de la Monumental Zacatecas.
—Después, si usted es creyente, pase a la capilla para encomendarse a Dios—añadió.
—¡Jamás! ¿Qué sucedería si existiera Dios y supiera que, por las malditas dudas, entré a pedir su ayuda en un momento de inmenso miedo, tras toda una vida de excesos, pecados y certeza de su ausencia?—dije sólo para mí.
—En el muy improbable caso de que exista, tendré más posibilidades de entrar al Paraíso si muero sin confirmarme doblemente cobarde—finalicé para mis adentros.
¿Qué pretende entonces este desorden de caracteres?
Además de documentar la aceptación de mi angustia por la cuenta regresiva que anuncia mi cercano final, etapa que paradójicamente refresca los recuerdos de mi infancia con olor a incienso, y de admitir que la ausencia de fe hace menos llevadero ese conteo, esta procesión de letras me lleva a recordar algo que no por obvio es tenido en cuenta: aun en la diversidad y libertad de creencias, prevalece la unidad de la esencia humana, esa que a todos hace finitos, pero que también a todos hace buscar la esperanza o manera de atenuar la angustia generada por la certeza de dejar de vivir, conocimiento al que sólo tiene acceso el hombre o maldición que únicamente cae sobre él.
Recuerdo los momentos previos a la toma de posesión de un gobernador preocupado esencialmente por lo material, como lo evidenciaba su cuidadosísimo arreglo personal y gusto por los negocios que atraía su cargo.
Dábamos los últimos toques a su discurso inicial, cuando con toda seriedad planteó a quienes integrábamos su círculo más cercano el deseo de añadir un agradecimiento a Dios, sabiendo que eso podría contraponerse a la laicidad del Estado y quizá provocaría las primeras críticas a su naciente gobierno.
La respuesta fue simple:
—¿Ibas a misa y creías en Dios antes de ser postulado?—le pregunté.
—Sí—respondió de inmediato, convenciéndome de su fe ajena a la búsqueda de simpatizantes.
—Hagámoslo entonces—propuse sabiéndolo congruente con su creencia, aunque quizá no tanto con lo predicado por esta.
Evoco finalmente cómo en plena y aceptada duda acerca de la imposibilidad para comprobar o negar desde mi naturaleza humana la existencia de una divinidad, acompañaba a mi mamá algunos domingos a misa.
En esas ocasiones nunca tuve llagas por salpicaduras de agua bendita, como ella tampoco se azotaba contra la pared cuando divertido la cuestionaba sobre si el diablo era malo o sólo seguía órdenes superiores.
A nada puede acostumbrarse más el ser humano que a la vida, costumbre tan ineludible como generadora de doloroso apego para todos, quizá apenas mitigable para quienes tienen fe.