Dios nos da vida
Dios nos da vida
El profeta Ezequiel nos narra cómo Dios hace surgir la vida ahí donde parece que ya no hay esperanza, pues basta el soplo de su espíritu y hasta un pueblo de muertos puede resucitar. Pablo expone a los romanos cómo el llevar una vida según el espíritu de Dios nos ayuda a participar de la resurrección de Jesús. Con la narración de la resurrección de Lázaro, en el evangelio, Jesús anuncia su propia resurrección y la de todos aquellos que participan de la vida de Jesús por el bautismo.
En los momentos que vivimos, una lectura pausada del texto de Ezequiel, nos hace mucho bien. Vemos como Dios de lo caído, de lo lastimado, de lo derrotado, rehace todo, le da nueva vida. Así nosotros, si sabemos tomarnos de la mano de Dios, después de las pruebas de esta vida, gozaremos de una vida nueva, diferente, hermosa, llena de luz y de los lazos que realmente valen la pena. Dios es vida y no caos, es luz y no desastre, es salud y no enfermedad, es gozo y tristeza. Acerquémonos a Dios, Dios quiere revitalizar lo que hay lastimado, herido, enfermo en cada uno de nosotros.
El Dios del judaísmo y del cristianismo es un Dios de vida, es el Señor de la vida. Es Dios de vivos y no de muertos. La gloria de Dios, como dice san Ireneo, es que el hombre viva, en plenitud e integridad. Para lograrlo, Dios recurre a todos los medios, con una paciencia y fidelidad inagotables, como se refleja en la larga historia de las relaciones de Dios con su pueblo Israel, una de cuyas etapas corresponde al destierro en Babilonia, tras la destrucción del templo y de la ciudad de Jerusalén. En el destierro de Babilonia el pueblo languidece, muere, y sobre todo muere su esperanza en el porvenir; para esta situación encuentra Ezequiel un símbolo en los huesos secos, descarnados, muertos. Dios, por medio del profeta le revela al pueblo que lo sacará del sepulcro en el que se encuentra y lo hará vivir de nuevo, haciéndole volver al país de la vida, a la tierra prometida. Igual que a nosotros, de lo oscuro nos da la posibilidad de vivir en la luz.
El símbolo de Ezequiel se hace realidad en el caso de Lázaro. Éste es un hombre de carne y hueso, que vive en Betania con sus hermanas Marta y María. Ha enfermado... y ha muerto. Cuando llega Jesús a Betania, ya hace cuatro días que yace en el sepulcro, tiempo que en la mentalidad judía sellaba el plazo definitivo y seguro de la muerte. Pero Jesús es la vida, y a la vez ama a Lázaro con corazón de verdadero amigo. ¿Qué hará Jesús? Irá al sepulcro, gritará con fuerza: “¡Lázaro, sal fuera!”, y éste de nuevo volverá a estar entre los vivos. Claro que Lázaro, por su parte, remite a otra realidad superior: la muerte y resurrección de Jesús, que celebraremos en dos semanas, y la nueva vida que Jesús resucitado aporta al hombre, en toda su realidad corpórea y espiritual, por obra del Espíritu.
Pensemos en lo que decía santo Tomás de Aquino: “Tan sólo un necio trata de consolar a una madre ante su hijo muerto”. Estas palabras surgen como fruto directo de la contemplación de este pasaje en el que Jesús, frente al sepulcro de su amigo Lázaro, derrama unas de las pocas lágrimas que aparecen expresamente en el evangelio. Jesús es consciente del valor de la vida frente a la eternidad y la muerte. Sabe que el alma de Lázaro reposa esperando, como la del resto de los hombres, el momento sublime de la redención. Sin embargo, Jesús también es un hombre. Lo que en un primer momento no le cuesta aplazar cuatro días, más tarde se transformará en lágrimas y llanto: la contemplación del sepulcro de su amigo. El regreso a la vida de Lázaro es un anticipo, una profecía, de lo que será en el futuro la resurrección de los muertos. Los amigos de Jesús, sus íntimos, sus más queridos, volverán a la vida ante el asombro de sus enemigos y las miradas mezquinas de los que en vida no acogieron a Jesús en su corazón. Dios nos da vida y con su poder sepulta las oscuridades, tristezas y muerte de nuestra existencia.
Santa María Inmaculada, de la Dulce Espera, ruega por nosotros.
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