Mientras los mercados se tambalean y los gobiernos insisten en gastar lo que no tienen, el oro vuelve a hablar el lenguaje de la verdad económica: la gran devaluación ya está ocurriendo, aunque casi nadie la quiera ver.
La semana pasada ocurrió el acontecimiento financiero más importante del año —y quizá de la década—: el oro alcanzó un nuevo máximo histórico, muy cerca de los 4,400 dólares por onza, mientras la plata superó los 53 dólares. Es un hecho monumental, una señal inequívoca de que el sistema monetario global está enfermo. Y, sin embargo, en México la noticia pasó casi desapercibida en los principales medios de comunicación.
Ese silencio revela algo profundo: no solo la desconexión de la prensa nacional respecto de los grandes procesos económicos internacionales, sino la incapacidad de comprender que, detrás de estos nuevos récords, se esconde una verdad incómoda: el dinero que usamos, ahorramos y en el que confiamos se está devaluando ante nuestros ojos.
El oro no sube por casualidad ni por moda. Es, desde hace siglos, la medida real del valor del dinero. Todas las monedas actuales —peso, dólar, euro, yen o yuan— nacieron como representaciones de una cantidad específica de oro o de plata. De hecho, los nombres mismos de muchas divisas lo delatan: “peso”, “libra”, “dólar”, todos aluden originalmente a una medida de masa metálica. Es decir, el dinero fue literalmente oro.
Hoy esa relación se ha roto por completo. Pero el oro sigue cumpliendo su función histórica: no solo revela la pérdida de valor del dinero fiduciario, sino que también aumenta su valor frente a un sistema que se degrada. Su ascenso no es un simple reflejo de la inflación monetaria: es resultado de su papel como refugio universal y de la desconfianza creciente hacia los gobiernos de todo el mundo, que gastan de manera desproporcionada, mantienen déficits fiscales permanentes y acumulan deuda sin cesar. Cada nuevo máximo del oro expresa no solo el deterioro de las monedas, sino también la revalorización estructural del verdadero dinero: la materia prima que ninguna autoridad monetaria puede crear a placer, como el dinero fiat.
La mayoría de las personas todavía asocia la palabra devaluación con el aumento del tipo de cambio, con el dólar “caro”. Es una visión anclada en el siglo XX. La verdadera devaluación, la que importa, no ocurre entre monedas, sino entre el dinero y el oro. Es una devaluación silenciosa, global y estructural.
El supuesto “peso fuerte” que celebran algunos titulares es una ilusión óptica. Mientras el dólar se debilita y los mercados financieros atraviesan un periodo de caos —con bonos, acciones y criptomonedas cayendo—, el oro está mostrando la realidad: el dinero fiduciario, el fiat, se derrumba.
El origen del problema está en la naturaleza misma del sistema. Los gobiernos, especialmente el de Estados Unidos, viven gastando más de lo que recaudan. Ese déficit se financia con deuda, y esa deuda, a su vez, nunca se paga, sino que se refinancia una y otra vez con nuevas emisiones que terminan convirtiéndose en más y más dinero creado por el banco central. Los bancos centrales se han convertido en fábricas de liquidez infinita: ya ni siquiera necesitan imprimir billetes. Hoy el dinero se genera digitalmente, con un clic, multiplicando cada año la masa monetaria a un ritmo que destruye la confianza en las divisas.
Este mecanismo no es nuevo, pero nunca había alcanzado tal magnitud. Desde la pandemia, la expansión monetaria global ha sido descomunal. Lo que los gobiernos no pueden cubrir con impuestos lo pagan con deuda. Es un círculo vicioso que solo puede terminar de dos formas: con una crisis de confianza o con inflación. O con ambas.
El oro está anticipando ese desenlace. Es el termómetro de la desconfianza. Su ascenso no es una burbuja especulativa, sino una advertencia: el dinero de papel —y su versión digital— se está desintegrando como reserva de valor. Y, aunque los bancos centrales intenten contener las tasas o manipular expectativas, la realidad es que la creación desbordada de dinero siempre termina erosionando la riqueza de quienes ahorran en moneda corriente.
El caso de México es ilustrativo. Por primera vez en la historia, el Centenario de oro superó los 100 mil pesos. Puede parecer solo una cifra simbólica, pero no lo es. En los años noventa, cuando se le quitaron tres ceros a la moneda, esos 100 mil pesos equivaldrían a 100 millones de pesos “de los de antes”. En otras palabras, el poder adquisitivo del peso se ha diluido hasta la insignificancia a lo largo de las últimas décadas, bajo gobiernos de todos los signos y discursos.
Es la prueba irrefutable de que la devaluación acumulada no depende de un partido ni de un presidente: es el resultado de un sistema económico que vive de la deuda y de la inflación. Los años del viejo PRI, los del llamado neoliberalismo y los de la autoproclamada “Cuarta Transformación” son capítulos distintos de la misma historia monetaria: gastar más, endeudarse más, imprimir más.
La ilusión de estabilidad cambiaria —un peso aparentemente fuerte frente al dólar— solo es posible porque el dólar mismo está débil. En términos reales, frente al oro, tanto el peso como el dólar están perdiendo valor a una velocidad histórica. Y, mientras tanto, la mayoría de la población sigue midiendo su riqueza en pesos o dólares, sin notar que su dinero ya compra cada vez menos.
El sistema monetario actual es, en esencia, un fraude silencioso. Los bancos centrales crean dinero que solo está “respaldado” en bonos de deuda del propio país que lo emite; en realidad, se sustenta únicamente en la confianza de que los contribuyentes de esa nación pagarán los créditos que garantizan esa emisión. Es un ciclo que empobrece al contribuyente, castiga al ahorrador y beneficia al deudor.
El oro, en cambio, no promete nada. No paga intereses, no necesita rescates ni decretos. Solo aumenta su valor en beneficio de sus tenedores en físico. Cada vez que un gobierno abusa de la emisión, el oro ajusta las cuentas. Por eso su cotización marca nuevos récords: no solo porque en términos nominales se esté disparando, sino porque su poder adquisitivo real, a largo plazo, crece frente a la fragilidad de las monedas y la desconfianza hacia los gobiernos.
Esa es la gran devaluación que el mundo está viviendo y que casi nadie quiere reconocer. Una devaluación sin anuncios oficiales ni sobresaltos en el tipo de cambio, pero devastadora para quien ahorra en moneda fiat.
El oro no miente. Mide lo que los políticos ocultan: el precio de la irresponsabilidad fiscal y de la ilusión del dinero infinito.
