Opinión

Elegir nuestra propia tormenta

Elegir nuestra propia tormenta

“Sólo vivimos, sólo suspiramos, consumidos por el fuego o el fuego”.

T. S. Eliot escribió esas palabras y, con ellas, sugiere que nuestra elección en esta vida no es

entre la calma y la tormenta, sino entre dos clases de tormentas.

Tiene razón, por supuesto, sin embargo, a veces es bueno variar la metáfora: vivimos en este

mundo atrapado entre dos grandes dioses, muy diferentes entre sí: el caos y el orden.

El caos es el dios del fuego, de la fertilidad, del riesgo, de la creatividad, de la novedad, del dejar ir. El caos es el dios del salvajismo, el dios que trae desorden y lío. La mayoría de los artistas adoran en su santuario. También es el dios del insomnio, de la inquietud y de la desintegración. De hecho, el caos funciona precisamente por desintegración de lo estable. El caos es el dios más adorado por los de temperamento liberal.

El orden es el dios del agua, de la prudencia, de la castidad, del sentido común, de la estabilidad, del aguante. Es el dios del pragma. Le gustan los sistemas, la claridad y un techo que no gotea. Es más adorado por aquellos de temperamento conservador. Pocos artistas le rinden homenaje, pero los mundos empresarial y eclesiástico lo compensan con creces. En general, él es su Dios. También puede ser el dios del aburrimiento, la timidez y la rigidez. Con él, nunca te desintegrarás, pero podrías asfixiarte. Sin embargo, aunque no genera mucha emoción, este dios mantiene a muchas personas sanas y vivas.

El caos y el orden, el fuego y el agua, no se gustan mucho. Sin embargo, ambos exigen el respeto otorgado a una deidad. Desafortunadamente, como todas las deidades unilaterales, cada uno nos quiere a todos, más dar esa sumisión es peligroso.

La lealtad a uno u otro, con exclusión del otro, conduce no pocas veces a la autodestrucción. Cuando el caos reina sin control por el orden, la desintegración moral y emocional pronto desencadena una oscuridad de la que a menudo no hay recuperación. Eso es lo que significa desmoronarse, desunirse. Por el contrario, cuando el orden disipa totalmente el caos, cierta virtud autodestructiva, que se presenta como Dios, comienza a drenar la vida de placer y posibilidad.

Es peligroso adorar sólo en el santuario. Ambos dioses son necesarios. El alma, la iglesia, la vida práctica, las estructuras de la sociedad y el amor mismo necesitan la templanza que proviene tanto del fuego como del agua, del orden y del caos. Demasiado fuego y las cosas simplemente se queman, se desintegran. Demasiada agua y nada cambia nunca, se produce la petrificación. Demasiado abandono y la sublimidad del amor yace prostituida; demasiada timidez y amor se marchita como una ciruela seca. No, se necesitan ambos dioses: en la vida práctica, en la vida romántica, en la eclesiología, en la moralidad, en los negocios y en el gobierno. Riesgo y prudencia, música rock y canto gregoriano, ambos contienen algunos susurros de Dios. No es por casualidad que estamos atrapados entre los dos.

Esto no debería sorprender porque Dios, el Dios de Jesucristo, es el Dios de ambos: fuego y agua, caos y orden, liberal y conservador, castidad y amor pródigo. Dios es el gran punto de quietud y Dios es también el principio de novedad, frescura y resurrección.

Tomás de Aquino definió una vez el alma humana como compuesta de dos principios, el principio de energía y el principio de integración. Un principio nos mantiene vivos y el otro nos mantiene unidos. Estos dos principios, aunque en tensión entre sí, se necesitan desesperadamente. Un alma sana nos mantiene con energía, con ganas de vivir, pero un alma sana también nos mantiene sólidamente unidos, sabiendo quiénes somos cuando nos miramos en un espejo. Nuestras almas necesitan proporcionarnos tanto energía como integridad, fuego y pegamento.

Dios es amor, y el amor quiere y necesita orden y caos. El amor quiere siempre construir un hogar, asentarse, crear un lugar tranquilo, estable y casto. Algo dentro de nosotros quiere la calma del paraíso y por eso el amor es orden. Quiere evitar la desintegración emocional y moral. Sin embargo, el amor también se trata de caos. Hay algo en el amor que quiere dejar ir, que quiere que lo tomen, que quiere renunciar a sus límites, que quiere lo nuevo, lo foráneo y que quiere dejar ir a su antiguo yo. ¡Ese es un principio fértil dentro del amor que ha mantenido a la raza humana en marcha!

Nuestro Dios santifica a estos dos dioses, el caos y el orden, y por eso es sano que ambos se mantengan en una sana tensión. Para estar saludables, necesitamos unirlos dentro de nosotros mismos y necesitamos unirlos, no como traeríamos a dos partes para que se reúnan en una mesa de negociaciones, sino como un sistema de alta y baja presión que se encuentra para producir una tormenta. Después de una tormenta, el tiempo está despejado.

En la tempestad hay vida y está Dios. En él somos iniciados, iniciados a través de la inmersión en los fuegos intensos del deseo y las aguas extáticas de la entrega.


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