Una cosa es la nueva Ley del Aguas y otra la amenaza que nos lanzó ayer Donald Trump de incrementarnos 5% de aranceles a los productos y bienes mexicanos si no le damos el agua que le corresponde, según el Tratado de 1944, que nos obliga a entregarle 431 millones de m³ al año.
Este acuerdo bilateral —que me resulta muy leonino francamente— no lo hemos podido cumplir del todo dadas las graves sequías que hemos padecido. O sea: debo, no niego; agua, no tengo.
Dicha acometida y amagos de Trump, y la nueva Ley del Aguas —que para mí tiene sus terribles bemoles— solo coinciden en el timing y en que ambas tocan el mismo nervio: la escasez extrema de agua en el noreste de México y, especialmente, en Nuevo León.
Sin embargo, quizá ambos temas sí tienen una relación política directa mucho más evidente de lo que parece.
¿Cuál? La sospecha de que el Estado mexicano es el único que parte y reparte el líquido vital.
Y, por ende, es el único culpable de este, como de todos los demás monopolios. El gobierno mexicano es quien los autoriza.
Dicho de otro modo, la Ley General de Aguas centraliza todo el poder en Conagua, prohíbe la compraventa de concesiones y faculta al gobierno federal a reasignar agua “por interés público” o en zonas de escasez.
Es decir: si no estás bien con el gobierno federal, te quitan el agua. Si no bailas al son que te toque Conagua, te quitan el agua. Si no te alineas como estado con la federación —así sea Nuevo León o Chihuahua—, te quitan el agua.
Esta injusticia no se reduce, sino que se agrava con la nueva Ley del Aguas.
¿Quiero decir con esto que el gobierno puede decidir también unilateralmente cuánta agua se queda en México y cuánta se suelta hacia Estados Unidos, sin tener que negociar tanto con agricultores y campesinos mexicanos? Sí.
Ese es el temor de los agricultores y de los campesinos, y ese es el clavo ardiente del que se aferra Trump para imponernos más aranceles a México.
Cuidado con esta expropiación disfrazada del agua en México, y cuidado con el mensaje vedado que le mandamos a Trump: cualquier pretexto para subir aranceles por parte de nuestros vecinos del norte puede meternos en graves aprietos.
La película Dune —tanto la versión de David Lynch como la más reciente de Denis Villeneuve—, así como la saga de novelas en las que están basadas, cuyo autor es Frank Herbert, es un ejemplo, en modo de ciencia ficción, de a dónde podemos llegar si el agua se vuelve materia de disputa pública y el gobierno la monopoliza.
A la larga, como los habitantes del planeta Arrakis, podemos acabar sin una gota para saciar nuestra sed.
