La responsabilidad de leer
La responsabilidad de leer
1. No sé si sea cierta la anécdota atribuida a Gabriel García Márquez, ubicada en algún cruce fronterizo de cierto país europeo. Al momento en que el agente aduanal le requería sus documentos, le preguntó: “¿a qué se dedica?”. El nobel de literatura colombiano respondió, con su habitual sonrisa mezcla de picardía e inocencia: “a escribir”. “De acuerdo –insistió el funcionario–. Pero: ¿cuál es su oficio? ¿cómo se gana la vida? ¿en qué trabaja?”. Triunfador, el autor de Cien años de soledad, replicó: “escribiendo, y estoy seguro de que gano más dinero que usted”.
2. Al afamado novelista, no obstante la pintoresca contrariedad, le fue bien. Imaginemos que, por el contrario, quien se somete a ese escrutinio migrante, ofrece la siguiente respuesta: “leo”. Si el inspector referido se azoró con la respuesta de quien se dedica a teclear: ¿cuál sería su reacción ante esa persona que, con orgullo, se define laboralmente como “lectora”? No sería descabellado suponer que se indignaría, sentiría que le tomaban el pelo, pues: ¿cómo es posible que la lectura se considere una ocupación respetable, más aún, un oficio asalariado?
3. Pues sí. Veamos la siguiente lista: periodista, copywriter (redactor publicitario), ghoswriter (escritor fantasma), editor, agente literario, crítico literario, traductor, bibliotecario, librero, profesor, diseñador o ilustrador editorial, creador de contenido. Pues bien, en todos estos menesteres se cobra un salario, por lo que el profesional de esta disciplina está sujeto a un férreo control de calidad. Un traductor, por ejemplo, tiene que encontrar la palabra exacta para trasladar la extranjera a una que se pueda entender en nuestro idioma. Pero: ¿qué pasa si ni siquiera la lee?
4. Imaginemos también a un responsable de recursos humanos que contrata personal sin haber revisado siquiera su currículum, o a un médico que receta sin revisar los análisis. Tuve un profesor que nos dejaba tareas semanales. Nos las regresaba a la clase siguiente con una palomita y una frase genérica: “muy bien”, “adelante”, “buen trabajo”. Empezamos a sospechar que no leía nuestros textos, hasta que lo pusimos a prueba. En un escrito todos los alumnos anotamos sólo incoherencias, alguno hasta insultos. A todos nos calificó con la máxima nota.
5. Leer, entonces, más que una afición o un placer literario es, en muchos casos, una obligación, tanto de tipo personal como social. ¿Cuántas veces, por la abundancia de información, leemos un WhatsApp pero no lo contestamos porque pensamos hacerlo después o, lo que es peor, olvidamos su contenido y luego preguntamos lo que ya habíamos leído? Pero tal omisión si acaso nos costará una reprimenda de quien envió el texto, sobre todo si vio las dos palomitas azules que delatan nuestra lectura. No pasa de ser una distracción, una posposición o una falta de delicadeza.
6. Pero cuando tenemos obligación, por nuestro trabajo, de leer un texto, y no lo hacemos, estamos ante una falta grave de responsabilidad. Tal parece ser el caso de los senadores de la República, que el pasado viernes aprobaron, supuestamente sin haber leído siquiera y sin el consiguiente debate, 20 dictámenes. Más allá del bochornoso espectáculo –en la madrugada, con prisas, sin el debido quórum y en sede alterna– llama la atención el que no se hubieran tomado el tiempo para cumplir con una de sus responsabilidades: leer lo que van a votar.
7. Cierre icónico. Lo sucedido estos días pasados en Reynosa y Matamoros –narcobloqueos de calles, caravanas armadas con camionetas rebosantes de armas largas, disparos al por mayor y a cualquier hora del día– nos debe alarmar por dos razones. La primera por su proximidad geográfica: la lucha entre los cárteles que se libra allá puede mutar para acá, y la segunda por el empecinamiento de las autoridades, estatales y federales, en negar la gravedad del tema. No es volteando a otro lado como se va a proteger a la población de la violencia armada.
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