Opinión

Siguiendo al papa

Audiencia general

El Papa Francisco: Nuestras heridas pueden convertirse en fuentes de esperanza cuando, en vez de tener sed de amor por nosotros, saciamos a los que nos necesitan.

De Marzo 31 al 6 de Abril, 2023 (VIS).

El pasado domingo la Liturgia termina con estas palabras: «Sellando la piedra» (Mt 27,66). Para los discípulos de Jesús esa roca marca el término de la esperanza. El Maestro ha sido crucificado, asesinado de la forma más cruel y humillante. Pues bien, ese desánimo que oprimía a los discípulos no es del todo extraño a nosotros hoy. También en nosotros se condensan pensamientos profundos y sentimientos de frustración: ¿por qué tanta indiferencia hacia Dios? Es curioso, esto: ¿por qué hay tanta indiferencia hacia Dios? ¿Por qué tanto mal en el mundo? ¿Por qué las desigualdades siguen creciendo y la anhelada paz no llega? ¡Y en los corazones de cada uno, cuántas expectativas desvanecidas, cuántas desilusiones! En resumen, también hoy la esperanza parece a veces sellada bajo la piedra de la desconfianza. E invito a cada uno de vosotros a pensar en esto: ¿dónde está tu esperanza?

En la mente de los discípulos permanece fija una imagen: la cruz. Y ahí ha terminado todo. Pero poco después descubrirían precisamente en la cruz un nuevo inicio. La esperanza de Dios brota así, nace y renace en los agujeros negros de nuestras expectativas decepcionadas; y esta, la esperanza verdadera, sin embargo, no decepciona nunca. Pensemos: ¿dónde está mi esperanza? Hermanos y hermanas, miramos el Crucifijo. ¿Y qué vemos? Vemos a Jesús desnudo, Jesús despojado, Jesús herido. ¿Es el final de todo? Ahí está nuestra esperanza. Comprendamos entonces que en estos dos aspectos renace la Esperanza. En primer lugar, vemos a Jesús despojado: de hecho, «una vez que lo crucificaron, se repartieron sus vestidos, echando a suertes» (v. 35). Dios despojado: Él que tiene todo se deja privar de todo. Pero esa humillación es el camino de la redención. Dios vence así sobre nuestras apariencias. Y Jesús despojado de todo nos recuerda que la esperanza renace diciendo la verdad sobre nosotros, dejando caer las dobleces, liberándonos de la pacífica convivencia con nuestras falsedades. Lo que hace falta es volver al corazón, a lo esencial, a una vida sencilla, despojada de tantas cosas inútiles. Hoy, necesitamos sencillez, redescubrir el valor de la sobriedad, el valor de la renuncia, de limpiar lo que contamina el corazón y entristece. Cada uno de nosotros puede pensar en algo inútil de lo que puede liberarse para reencontrarse. Dirigimos una segunda mirada al Crucifijo y vemos a Jesús herido. La cruz muestra los clavos que le atraviesan las manos y los pies, el costado abierto. Pero a las heridas del cuerpo se añaden las del alma: ¡cuánta angustia! Jesús está solo: traicionado, entregado y renegado por los suyos, sus amigos, también sus discípulos, condenado por el poder religioso y civil, Jesús siente incluso el abandono de Dios (cfr. v. 46). Jesús, en fin, está herido en el cuerpo y en el alma. Me pregunto: ¿de qué forma ayuda esto a nuestra esperanza?

También nosotros estamos heridos: ¿quién no lo está en la vida? Y muchas veces, con heridas escondidas que escondemos por la vergüenza. ¿Quién no lleva las cicatrices de decisiones pasadas, de incomprensiones, de dolores que permanecen dentro y es difícil superar? ¿Pero también de daños sufridos, de palabras cortantes, de juicios inclementes? Dios no esconde las heridas que le han traspasado el cuerpo y el alma. Las muestra para hacernos ver que en Pascua se puede abrir un pasaje nuevo: hacer de las propias heridas focos de luz. Intenta hacerlo. Piensa en tus heridas, esas que tú solo sabes. Y mira al Señor. Y verás, verás cómo de esas heridas salen focos de luz. Jesús en la cruz no recrimina, ama. Ama y perdona a quien lo hiere (cfr. Lc 23,34). Así convierte el mal en bien, así convierte y transforma el dolor en amor.

Nuestras heridas pueden convertirse en fuentes de esperanza cuando, en lugar de compadecernos de nosotros mismos o esconderlas, enjugamos las lágrimas de los demás; cuando, en vez de guardar rencor por lo que nos quitan, nos preocupamos de lo que les falta a los demás.


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