Hace poco escuchaba un programa de radio sobre religión cuando alguien llamó y preguntó:
“¿Cómo sabemos que Dios existe?”. Buena pregunta.
El locutor respondió que lo conocemos por la fe. Esa no es una mala respuesta, pero lo que hay que aclarar es cómo lo sabemos por la fe.
Primero, ¿qué significa conocer algo? Si creemos que saber algo significa poder imaginarlo, comprenderlo e imaginar su existencia, entonces, más allá de la eternidad, nunca podremos conocer a Dios. ¿Por qué?
Porque Dios es inefable. Esa es la primera e innegociable verdad que debemos aceptar sobre Dios, y significa que, por definición, Dios está más allá de nuestra imaginación. Dios es infinito, y lo infinito nunca puede circunscribirse ni capturarse en un concepto. Intenta imaginar el número más alto hasta el cual sea posible contar. La naturaleza y la existencia de Dios nunca pueden conceptualizarse ni imaginarse. Pero sí pueden conocerse.
El conocimiento no siempre reside en la cabeza, en algo que podamos explicar, plasmar en una imagen y expresar con palabras. A veces, sobre todo en asuntos que tocan los misterios más profundos de la vida, sabemos más allá de nuestra cabeza y nuestro corazón. Este conocimiento reside en nuestras entrañas, algo que sentimos como un imperativo moral, un empujón, una llamada, una obligación, una voz que nos dice qué debemos hacer para mantenernos fieles. Es allí donde conocemos a Dios, más allá de cualquier comprensión imaginativa, intelectual o incluso afectiva.
Las verdades reveladas sobre Dios en las Escrituras, en la tradición cristiana y en el testimonio de las vidas de mártires y santos, simplemente expresan algo que ya sabemos —como lo expresan los místicos— de una manera oscura.
Entonces, ¿cómo podríamos probar la existencia de Dios?
Escribí mi tesis doctoral precisamente sobre esa cuestión. En ella, retomo las pruebas clásicas de la existencia de Dios tal como las vemos articuladas en la filosofía occidental. Por ejemplo, Tomás de Aquino intentó demostrar la existencia de Dios con cinco argumentos distintos.
Este es uno de esos argumentos: imagina caminar por un camino, ver una piedra y preguntarte:
“¿Cómo llegó ahí?”. Dada la cruda realidad de una piedra, podrías responder simplemente: “Siempre ha estado ahí”. Sin embargo, imagina caminar por un camino y ver un reloj que aún da la hora. ¿Puedes decir que siempre ha estado ahí? No, no siempre pudo haber estado ahí porque tiene un diseño inteligente que alguien debió haberle incorporado y está marcando el paso del tiempo, lo que significa que no puede haber estado ahí desde siempre.
Tomás de Aquino nos pide entonces que apliquemos esto a nuestra propia existencia y al universo. La creación tiene un diseño increíblemente inteligente y, como sabemos por la física contemporánea, no siempre ha existido. Algo o alguien con inteligencia nos ha dado —a nosotros y al universo— un comienzo histórico y un diseño inteligente. ¿Quién?
¿Cuánto peso tiene un argumento como este? Hubo un famoso debate en la radio de la BBC, en Inglaterra, entre Frederick Copleston —un reconocido filósofo cristiano— y Bertrand Russell —un brillante pensador agnóstico—. Tras un intenso intercambio de ideas, coincidieron, como ateos y creyentes, en una sola cosa: si el mundo tiene sentido, entonces Dios existe. Como ateo, Russell estuvo de acuerdo, pero luego añadió que, en última instancia, el mundo no tiene sentido.
La mayoría de los ateos reflexivos aceptan que el mundo no tiene sentido; pero luego, como Albert Camus, se preguntan: ¿cómo puede no tener sentido? Si no hay Dios, ¿cómo podemos decir que es mejor ayudar a un niño que abusar de él? Si no hay Dios, ¿cómo podemos fundamentar la racionalidad y la moralidad?
Al final de mi tesis, concluí que la existencia de Dios no puede demostrarse mediante un argumento racional, un silogismo lógico o una ecuación matemática, aunque todos ellos puedan ofrecer pistas convincentes sobre su existencia.
Sin embargo, Dios no se encuentra al final de un argumento, un silogismo o una ecuación. La existencia, la vida y el amor de Dios se conocen (se experimentan) dentro de una determinada forma de vida.
En pocas palabras, si vivimos de cierta manera, como todas las religiones dignas de ese nombre (incluida la cristiana) nos invitan a vivir —es decir, con compasión, altruismo, perdón, generosidad, paciencia, longanimidad, fidelidad y gratitud—, entonces conoceremos la existencia de Dios al participar en su propia vida; y no importa si tenemos o no una idea imaginativa de su existencia.
¿Por qué creo en Dios? No porque me convenzan especialmente las pruebas de grandes mentes filosóficas como Tomás de Aquino, Anselmo, Descartes, Leibniz o Hartshorne. Encuentro sus pruebas intelectualmente intrigantes, pero existencialmente menos persuasivas.
Creo en Dios porque siento su presencia visceralmente, como una voz silenciosa, como un llamado, una invitación, un imperativo moral que, siempre que se escucha y se obedece, genera comunidad, amor, paz y propósito.
Esa es la verdadera prueba de la existencia de Dios.
Ron Rolheiser. OMI
