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Opinión

Corazón grande, antes que puño fuerte

Recuerdos de una vida olvidable

No tengo más remedio que aceptarlo: hay amaneceres en los que resulta difícil mantener el pesimismo alimentado por pretendidos “liderazgos” en el país y algunas entidades federativas.

La adecuación de la verdad de muchos ciudadanos a la conveniencia de uno solo investido de poder omnímodo, la posición de majestades disfrazadas de demócratas, la sangre que mancha periódicos o escupe la televisión y radio son incapaces este día para desplazar el optimismo y orgullo alimentados por conocer a un líder verdadero, sin interés ni dinero ajeno para promocionarse.

El sábado estuve con él y otras personas que respondimos con libremente a la convocatoria hecha por su nombre, símbolo de esos liderazgos sin maquillaje que estoy seguro existen en un país donde hoy parecen predominar la fe, imagen y compra de voluntades sobre las ideas para encontrar soluciones a los problemas colectivos, no para sumar solamente votos o adeptos.

Acaba de cumplir 91 años, mantiene una memoria prodigiosa, padece una enfermedad difícil de curar, hasta hace poco viajaba solo en el transporte urbano y, aunque carece de mando oficial, no hay duda de que en este momento sus hombres acatarían las órdenes que les transmitiera, esas que como servidor público activo dio sin gritos ni amenazas y sostuvo con el ejemplo.

Igual que ayer cuando era el jefe, hoy sigue mostrándose como un hombre que no magnifica sus virtudes ni esconde sus defectos; es decir, como uno que no necesita caretas para ser respetado y seguido.

Conociéndolo, ¿cómo no me voy a reír de quienes se dicen “líderes” y sostienen su posición engañando a quienes necesitan ilusiones para vivir o amenazando a quienes no se doblegan ante sus divinas majestades?

Si Lucio Zapata Tello me ordenara entrar de nuevo “a la lumbre”, como les dice a los incendios, mi cobardía y yo ingresaríamos de inmediato, seguros de su liderazgo basado en el ejemplo, honestidad e inteligencia para nutrir su criterio alimentándose de otros criterios.

Como comandante de Bomberos de Nuevo León nunca castigaba sin escuchar antes a los involucrados en el conflicto que debía dirimir, logrando, incluso, que las partes en pugna se dieran la mano, pues sabía que en un trabajo en el cual estaba en juego la vida no había espacio para enojos o resentimientos.

Tampoco optaba por la comodidad de dejar sola a su gente y dar desde lejos órdenes rígidas en circunstancias cambiantes. 

—Véngase para acá —me sorprendió su voz pausada y firme cuando llegó conmigo durante el combate a una lumbre en el Mercado Estrella, en Monterrey, que presentaba diversos focos en llamas, como el de la tienda de dulces y piñatas en la que me encontraba.

—Jefe, tengo frente a mí un tanque de gas —le respondí fingiendo tranquilidad.
—¡Péguele, péguele!… ¡sígale, sígale! —me animó.

Antes de que mis padres siquiera se conocieran, él ya era apagafuegos. Trabajando aún para Ferrocarriles Nacionales de México ingresó por primera vez a Bomberos de Monterrey en 1955, institución que dejó temporalmente por su labor como ferrocarrilero, pero a la que regresó de manera definitiva un año después.

Tras una carrera en la línea de batalla, en la cual él y sus compañeros vivieron momentos en los que tuvieron que usar cartones para cubrirse del frío en la Casa de Bomberos, que estuviera ubicada en la avenida Juárez, y combatir las llamas llevando sólo como equipo de protección personal casco, botas “jardineras” y cinturón para colgar una llave de manguera y linterna, en 1985 ascendió de subcomandante a comandante, puesto que tuvo hasta que se retiró en el año 2000, debiendo desempeñarse luego una temporada como taxista.

Entre los inmerecidos premios que me ha dado la vida destacan las conversaciones con él. En ellas me dejó claro que valor fundamental en la vida es el respeto a los demás, clave para ser también respetado.

Me enseñó que convertirse en líder es resultado del ejemplo dado por la responsabilidad demostrada en el trabajo y la decisión de ser el primero en tomar la herramienta y el último en soltarla.

El buen líder, me dijo en una reciente plática, necesita tener un corazón grande, más que un puño fuerte.

Lucio Zapata Tello, quien fuera comandante de Bomberos de Nuevo León, es hoy, sin pedirlo ni buscarlo, no sólo un líder ejemplar, sino un hombre templado a fuego real y olvido temporal.

Con personas así, no hay duda de que México puede tener mejores amaneceres. 

riverayasociados@hotmail.com

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