El cáncer le quitó a Efraín Huerta (1914-1982) las cuerdas vocales. Para suplir las palabras sonoras, el poeta usaba un aparato con micrófono que pegaba a su garganta. Su voz –¿pero sería entonces su voz?– salía en forma de ruiditos metálicos, como un chorro de monedas viejas.
La Ciudad de México le había puesto en la sien a Efraín Huerta una corona de laurel amortajado, que el poeta se tumbaba a golpes de tequila blanco y ráfagas de ceniza.
Leía sus poemas y la ciudad se transfiguraba: la contaminación parecía recién formada, la suciedad urbana a punto de acumularse, los billares como cobaltos mustios, los hoteles de paso como mercadería de tormentos, las fondas y los mercados y el circuito interior, estrenando apenas sus aromas fétidos. México se inauguraba cada mañana, y tiraba cada noche su cadáver masivo al canal del desagüe.
Efraín recorría el Centro Histórico, la colonia Guerrero, las pulquerías que aún seguían vivas, las salas de cine y las vecindades, como perro callejero, con el estado de ánimo pasado a cuchillo, rastreando la voz metálica, electrificada, que delataba la fórmula de Efraín Huerta para amontonar 8 millones de habitantes en un solo poema como Los hombres del alba, o Juárez-Loreto.
Y algo se aprende al fin, tras una vida de borracheras: el poeta abarcaba la ciudad entera en una simple estrofa, porque solía abrazarla de lado, esquinada, apoyando los codos en un solo ángulo de la barra del bar: la horda de obreros espectrales que madrugan, los rateros lujuriosos, la muchacha ebria y el siniestro teporocho arañando las banquetas. Uno es todo: el universo en una nuez.
Efraín Huerta se quedó sin voz no por el cáncer sino por tanta poesía que es material peligrosamente radioactivo.
Una tarde, en una cantina cubierta de líquenes venenosos, tomó sus cuerdas vocales y las injertó en los dedos de sus manos.
Así las yemas le vibraban, sonoras, cada vez que profetizaba un nuevo derrumbe para la antigua Tenochtitlán, tan “íntimamente colectiva”. Ahora se sabe que la Ciudad de los Palacios se fundó para que la cantara un poeta comunista afónico, con una voz personal, prohibida, que eran miles, millones de ardientes capitalinos.
Es mi poeta mexicano preferido; él y la muchacha “la del piernón bruto que me rebasó por la derecha y rozóme mis regiones sagradas”.
