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Opinión

El Señor sana los corazones destrozados, venda sus heridas

Las cartas sobre La mesa

El camino de la vida, es un camino lleno de retos, lleno de escenarios inesperados, donde no estamos exentos de un compañero incómodo como es el sufrimiento. En medio de estos escenarios aparece Jesús, Jesús que viene a caminar con nosotros y ayudarnos a encontrar sentido a lo que más nos cuesta, a lo que más pone a prueba nuestras resistencias humanas. El sufrimiento del hombre, el sufrimiento de cada uno de nosotros, encuentra su refugio y su liberación en Jesús.

Vemos como el texto de Job contiene una gran carga de humanidad. Job habla de su vida en términos dramáticos y pesimistas. Considera su vida como una batalla, como una esclavitud, como un trabajo que se la ha impuesto y busca sólo un poco de sombra, de paz, de serenidad.

Su herencia la ve como una nueva carga, por eso, el futuro se le presenta incierto y amenazador: “mis días corren más que una lanzadera y se consumen sin esperanza”. Parecería que Job exagera su desgracia o que ha perdido su fe. En realidad, se trata la expresión de un corazón afligido por el dolor, lastimado por el sufrimiento y que clama a Dios desde su propia miseria, como tantas veces nos ha sucedido a nosotros.

Sin embargo, el salmo 147 nos muestra como se puede pasar de una lamentación desesperada a una confianza profunda en Dios: “el Señor sana los corazones destrozados, venda sus heridas”. La biblia, y especialmente los salmos, nos ofrecen una rica variedad de oraciones en medio de la tribulación, oraciones en las que el corazón probado y atribulado, encuentra siempre el consuelo de Dios.

Ante el escenario del sufrimiento, y a la oración del hombre atribulado, Dios responde de manera excepcional con su enviado: Jesús. Él es el liberador en el sentido más profundo de la palabra. Él es el redentor que tiene que anunciar la buena nueva por todas las aldeas. Así Jesús recorre la Galilea predicando en las sinagogas y expulsando a los demonios, porque para eso ha venido.

El sufrimiento humano sólo encuentra una respuesta en el amor de Dios, que ha mostrado su omnipotencia de la manera más misteriosa; es decir, a través de su acercamiento voluntario a todas nuestras realidades, y en la resurrección de su Hijo, por los cuales ha vencido el mal. Hay que tener la plena certeza, aun en medio de grandes y prolongadas tribulaciones, que Dios Padre, en Jesús, vence el mal y la muerte, y que las apariencias de este mundo pasan para dar lugar a la vida eterna.

Jesús como médico, como sanador, como solievo para nuestra alma, viene a darnos la oportunidad de darle sentido al dolor, de darle un enfoque diverso a las desgracias, donde encontremos consuelo y sabor de redención en medio de nuestros males.

Dice san Ambrosio: El Señor ha venido como médico de los que están enfermos. Él mismo afirma: “no son los sanos los que tienen necesidad del médico, sino los enfermos; no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores”. Pero, ¿acaso he venido a llamarlos para que perseveren en su estado? ¿O más bien para una conversión que los haga salir de su precedente condición, que constituía una enfermedad gravísima y llena de pecados?

En los evangelios, vemos como Jesús, muy de mañana se retira a orar a un lugar desierto. Para el evangelista parece que el apostolado de Jesús quedaría incompleto si no se ofrece el momento de la oración. Marcos no da una información precisa de la oración de Jesús, pero nos indica que Jesús ora con frecuencia y que lo hace a solas en un lugar desierto.

Jesús se preparaba para el combate apostólico de la predicación y, más tarde de la pasión, en la oración, en el encuentro con el Padre. Todo aquel que, como Jesús, busque ser buen cristiano, debe acudir a la oración para obtener allí, la fuerza para luchar, la fuerza para resistir, la fuerza para perseverar en el camino, la fuerza para darle un sentido espiritual y sanador al sufrimiento y desgracias del hombre.

Al ver a Jesús orar nos viene a la mente la necesidad que tenemos también nosotros de retirarnos a orar, porque allí encontramos el oasis de salud espiritual. Preguntémonos con sinceridad ¿cómo es nuestra oración? ¿Qué tan frecuente es? ¿Qué tan profunda? ¿Reservamos todos los días algún momento de la jornada para conversar con Dios? ¿Para pedirle que nos ilumine en la toma de decisiones? ¿Para pedirle por todos aquellos que sufren? Nunca olvidemos que en la oración inicia el gran camino de sanación, de alivio, de conforto.

El Señor sana los corazones destrozados, venda las heridas, consuela en las tristezas, fortalece en la debilidad, perdona nuestros males y pecados, con la fuerza que sólo Él nos da: su gracia. No dejemos de hacer oración, la oración como elevación de nuestra mente, de nuestro corazón hacia Dios que sana y fortalece todo nuestro caminar, la oración es el aire confortante del alma.

Santa María Inmaculada, de la Dulce Espera, ruega por nosotros.

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