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Opinión

En el Relato de la Pasión de Cristo, a los sufrimientos que padece, Jesús responde con una virtud: la paciencia.

Siguiendo al Papa

El Papa Francisco: En el Relato de la Pasión de Cristo, a los sufrimientos que padece, Jesús responde con una virtud: la paciencia. La paciencia de Jesús no consiste en una resistencia estoica al sufrimiento, sino que es fruto de un amor más grande. De marzo 22 al 28, 2024 (VIS).

AUDIENCIA GENERAL.
En el Relato de la Pasión de Cristo. A los sufrimientos que padece, Jesús responde con una virtud que, aunque no se contemple entre las tradicionales, es muy importante: la paciencia. Esta se refiere a soportar lo que se padece: no es casualidad que paciencia tenga la misma raíz que pasión. 

Y precisamente en la Pasión se manifiesta la paciencia de Cristo, que con docilidad y mansedumbre acepta ser abofeteado y condenado injustamente; ante Pilato no recrimina; soporta los insultos, los salivazos y la flagelación a manos de los soldados; carga con el peso de la cruz; perdona a quienes lo clavan al madero; y en la cruz no responde a las provocaciones, sino que ofrece misericordia. Esta es la paciencia de Jesús. 

Todo esto nos dice que la paciencia de Jesús no consiste en una resistencia estoica al sufrimiento, sino que es fruto de un amor más grande.

El apóstol Pablo, en el llamado “Himno a la caridad” (cf. 1 Co 13,4-7), une estrechamente amor y paciencia. En efecto, al describir la primera cualidad de la caridad, utiliza una palabra que se traduce por “magnánima” o “paciente”. 

La caridad es magnánima, es paciente. Ella expresa un concepto sorprendente, que reaparece a menudo en la Biblia: Dios, ante nuestra infidelidad, se muestra “lento a la cólera” (cfr. Ex 34,6; cfr. Nm 14,18): en lugar de desatar su cólera ante el mal y el pecado del hombre, se revela más grande, dispuesto cada vez a recomenzar con infinita paciencia. Este es para Pablo el primer rasgo del amor de Dios, que ante el pecado propone el perdón. 

Pero no sólo eso: es el primer rasgo de todo gran amor, que sabe responder al mal con el bien, que no se encierra en la rabia y el desaliento, sino que persevera y se relanza. La paciencia que recomienza. Se podría decir entonces que no hay mejor testimonio del amor de Cristo que encontrarse con un cristiano paciente.

¡Pensemos también en cuántas madres y padres, trabajadores, médicos y enfermeras, enfermos, cada día, en secreto, embellecen el mundo con santa paciencia!

Sin embargo, debemos ser honestos: a menudo carecemos de paciencia. En lo cotidiano somos impacientes, todos. Necesitamos la paciencia como la “vitamina esencial” para salir adelante, pero instintivamente nos impacientamos y respondemos al mal con el mal: es difícil mantener la calma, controlar nuestros instintos, refrenar las malas respuestas, aplacar peleas y conflictos en la familia, trabajo, comunidad cristiana. Recordemos, que la paciencia no es sólo una necesidad, sino una llamada: si Cristo es paciente, el cristiano está llamado a ser paciente.

Y esto exige ir a contracorriente respecto a la mentalidad generalizada de hoy, en la que dominan la prisa y el “todo ahora”; en la que, en lugar de esperar a que las situaciones maduren, se fuerza a las personas, esperando que cambien al instante. La prisa y la impaciencia son enemigas de la vida espiritual. ¿Por qué? Dios es amor, y quien ama no se cansa, no se irrita, no da ultimátums, sino que sabe esperar.

Pensemos en la historia del Padre misericordioso, que espera a su hijo que se ha ido de casa: sufre con paciencia, impaciente solamente de abrazarlo apenas lo ve volver (cf. Lc 15, 21); o en la parábola del trigo y la cizaña, con el Señor que no tiene prisa en erradicar el mal antes de tiempo, para que nada se pierda (cf. Mt13, 29- 30). La paciencia nos lo salva todo. Pero, ¿cómo se hace para acrecentar la paciencia?

Al ser, como enseña San Pablo, un fruto del Espíritu Santo (cfr. Ga 5, 22), hay que pedírsela al Espíritu de Cristo. Un buen ejercicio es pidiéndole la gracia de: soportar pacientemente a las personas molestas. Y no es fácil. Se empieza por pedir que podamos mirarlas con compasión, con la mirada de Dios, sabiendo distinguir sus rostros de sus defectos.

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