Dícese que esta palabra identifica a algo que se rompe o quiebra con facilidad, que es débil, que tiene poca fuerza o resistencia, que es endeble, sutil, flojo, delicado y sensible entre muchas otras cosas más. Así se define el término aplicado en nuestro encabezado de hoy y que puede identificar el estado que guarda cualquier cosa.
Un contenido, una palabra, un gobierno, una acción, una condición, una reacción, un elemento, un estado de ánimo o de salud… Cualquier cosa de nuestro universo particular puede ser complementada por el término frágil para acentuar y otorgarle mayor definición a la descripción que hagamos de tal cosa.
Podríamos citar un montón de ejemplos, como la muestra: “frágil de palabra” nos define a un hombre que rompe su palabra con gran facilidad; “un gobierno frágil” nos describe a una entidad sin solidez para sostenerse a sí misma; una “reacción frágil” puede ser cualquier respuesta tibia; un “elemento frágil” puede ser un vaso de vidrio que, por su propia naturaleza, es frágil, tanto como la existencia pues, como la vida misma.
Y no crea, amable lector, que estoy refiriéndome a la vida del cercano hombre indigente en precaria condición de calle, del desprotegido y rechazado migrante, o del enfermo y alejado ser humano que lucha con lo único que tiene —su vida— para sobrevivirla. Y aunque es cierto que, como decía Cantinflas: ¡Venga, que pa´ morir nacimos!, creo que no hay en el mundo quien, en su sano juicio, tenga prisa por traspasar el umbral para llegar a ella.
Y es que, nos guste o no, la muerte es una condición ineludible para vivir la vida, pues algún día hay que terminarla, al amparo de la fe particular de cada quien, para ocupar un sitio en la eternidad celestial y, la mayoría de las veces también, en el olvido de quienes nos amaron sobre la Tierra.
Conforme uno va andando la legua, el camino se va estrechando, pues, volteando hacia los lados, se da uno cuenta de que ya no somos los mismos que comenzamos, debido a que, con el tiempo, las ausencias van aumentando y las facultades físicas, poco a poco, se van mermando. Los cuerpos también, poco a poco, se van ensanchando, dilatando y caducando, colocando en su fisonomía la edad vivida que acumula el reflejo del tiempo pasado.
Así pues, aparecen las sienes nevadas, las líneas de expresión más acentuadas, el brillo en la frente más pronunciado, la ligera temblorina matutina y el inminente desplome de las cosas: desde el cabello hasta todo el resto que, una vez, sirvió y, en otros tiempos, fueron atributos y atractivos de atracción, y que hoy, ni como piezas de museo sirven para su exhibición.
Pero, aun así, y a pesar de que el cuero se arruge con la edad, parece ser que es la mente más hábil que el pellejo para eludir, con cierta agilidad, el paso del tiempo. Y aunque este trae generalmente consigo la madurez, la ausencia de una conciencia responsable borra con mucha facilidad cualquier indicio de una veterana sensatez.
Y así tenemos, pues, a un montón de “parroquianos” temerarios que, sin hacer caso a los obstáculos naturales propios de la edad, como si fueran unos chavitos, se “la pasan muy cerquita”, exponiendo su salud a la salud de una “cheve”, un whisky o un tequila, al cigarro, a la inactividad física y a la obesidad extrema.
Yo le pido a usted, amable lector, con todo el respeto que su atención y su lectura me merecen, no me tilde de loco si le pido que, cuando se pare frente al espejo, más allá de pasar su mirada sobre los rincones de la vanidad, observe con profundidad y detalle el paso del tiempo y el cansancio en las arrugas de su rostro y en su cuerpo.
Cuando usted se detenga a ver estos detalles, podrá observar con claridad el nivel de madurez biológica al que ha llegado su cuerpo. Por su parte, la vida —esa que es tan frágil en la misma medida que el cuerpo, que es el vehículo con el que hemos sido dotados para transitar este viaje— también requiere ejercitarse para fortalecerse y llegar de manera óptima a la madurez emocional, espiritual, psicológica y humana.
Por ello, estimado lector, por más seguros que pudiéramos estar de nosotros mismos, en el sentido de que el fin de nuestros días está tan lejano como a la vuelta de una apacible vejez, no hay que olvidar lo frágil que es la vida. Y esa condición nos hace simplemente vulnerables. Por tanto, por la madurez física, emocional, espiritual y afectiva, además de la experiencia personal que me facultan, le reitero encarecidamente —y como cada semana—que, por favor, disfrute la vida y al máximo a su familia.
Por hoy es todo. Medite lo que le platico, estimado lector, esperando que el de hoy sea un reflexivo inicio de semana. Por favor, cuídese y ame a los suyos. Me despido honrando la memoria de mi querido hermano Joel Sampayo Climaco, con sus hermosas palabras: “Tengan la bondad de ser felices”. Nos leemos, Dios mediante, aquí el próximo lunes.
