Dícese que una frontera es una línea convencional que marca el confín de un Estado. Las fronteras pueden ser delimitadas de forma física, territorialmente hablando; pero cuando nos referimos a las fronteras personales, aquellas que, por respeto propio y sentido común, establecemos por el libre albedrío en rededor de nuestro entorno, sin duda alguna, tras el imaginario límite establecido de acuerdo a nuestras conveniencias, dejamos fuera de ella lo que inútilmente no interesa.
Así pues, tenemos que, en particular, las instituciones públicas y privadas —que paradójicamente pueden existir por un tiempo mucho más lejano que el que le otorga la naturaleza a la vida humana—, sin embargo, por su propia conformación humana, establecen también, a sus conveniencias, sus propios criterios particulares para delimitar en sus fronteras los límites y los alcances de sus atribuciones para dejar fuera de ellas, repito, lo que inútilmente no interesa.
Así pues, a lo largo de la vida de las instituciones que son manejadas por el hombre, éstas definen sus políticas, sus límites y fronteras en relación a las conveniencias de quienes les dirigen, en ocasiones más allá, por encima de la ley y de la medida equilibrada de la justicia y del propio sentido común.
Y, por lamentable consecuencia, tenemos que, como un argumento rastrero con el que se disfraza lo que sí interesa, el verdadero análisis, la figura del debate, la inclusión y los “derechos” son utilizados al arbitrio y conveniencia de quienes hacen política, para marcar, con el peso del poder, sus propias fronteras, en las que, la mayoría de las veces, se “autootorgan” la “manga ancha” de producir números alegres y decidir lo que crean que deba ser, por encima de lo que es realidad.
Por tanto, tenemos en las leyes, que en su espíritu llevan implícita la premisa de la justicia pareja para todos, no se aplica con el mismo rasero gracias a los límites y las fronteras “autoimpuestas” por el divino perdón otorgado por una decisión unilateral, apoyada en el respaldo de un “pueblo sabio” que más parece ignorante y que, dicho sea de paso, aún sigue mareado entre la algarabía y la emoción de ver que “los apoyos” depositados en su tarjeta de pensión ya se los surtieron, mientras continua adormilado por el somnoliento y engañoso mensaje populista.
Y es que, por lo que se ve, las fronteras políticas no tienen límites. Nosotros, que vimos y vivimos la crítica social en los tiempos del autoritarismo revolucionario, sentimos con sincero desánimo los quehaceres de la política y democracia actual.
Por ejemplo, en una forma patética, se dijo que la obra de un aeropuerto cancelaba su construcción por encontrar en el manejo, vicios de corrupción y la corrupción en México es un delito. Un delito que, hasta ahora, se ha ido desvaneciendo entre el mareo adormilado de no clarificar el interés de un castigo, sino el de un perdón para aquellos que sencillamente se colocaron en los límites de la frontera, de uno o ambos lados de la adjudicación de la obra para robarle al país.
De igual forma, esas fronteras y esos límites que arbitrariamente se establecen, aplican su ejecución con un racero distinto de justicia, pues, por ejemplo, ante la innumerable cantidad de evidencias públicas de sospechas, posibles delitos y faltas que rebasa los límites del entendimiento establecidos en el sentido común y los números, quienes algo tienen que decir se quedan callados, esperando que el olvido desvanezca la claridad de los hechos.
Así pues, estimado lector, tenemos que las fronteras resultan ser los límites que no consideran lo que inútilmente no interesa; pero, por encima de la ley, del equilibrio de la justicia o del propio sentido común, lo que realmente debería de interesar y se debería de atender, por el arbitrio y la decisión de unos cuantos, queda fuera de estas fronteras. ¿Qué nos corresponde hacer como sociedad? Esa es la gran interrogante.
Sin duda alguna, la clase política actual, esa que hoy nos divide, nos amenaza, nos fragmenta, nos roba, nos duerme, nos ofrece números alegres ante las claras muestras de evidente pobreza y se autoperdona, carece de los valores morales y principios cívicos y sociales básicos de sentido común, de respeto a la ley y de búsqueda de la justicia para establecer los propios de sus fronteras mentales, buscando hacernos creer que habitamos en un México justo. Pero es precisamente por ellos, por su manera de actuar, por su manera de expresarse y también de callar, que hoy entendemos con toda claridad, sin límites ni fronteras, por qué tanta injusticia existe en nuestro país.
Por hoy es todo. Medite lo que le platico, estimado lector, esperando que el de hoy sea un reflexivo inicio de semana. Por favor, cuídese y ame a los suyos; me despido honrando la memoria de mi querido hermano Joel Sampayo Climaco, con sus hermosas palabras: “Tengan la bondad de ser felices”. Nos leemos Dios mediante aquí el próximo lunes.
