John Muir preguntó una vez: "¿Por qué los cristianos son tan reacios a dejar entrar a los animales en su cielo mezquino?".
De hecho, ¿por qué? Especialmente porque San Pablo nos dice en la Epístola a los Romanos que toda la creación (mineral, vegetal, animal) gime por ser liberada de su esclavitud a la corrupción para entrar en la vida eterna con nosotros. ¿Cómo? ¿Cómo irán los minerales, las plantas y los animales al cielo? Eso está más allá de nuestra imaginación actual, del mismo modo que no podemos imaginar cómo entraremos nosotros en el cielo: "Ni ojo vio, ni oído oyó, ni ha entrado en el corazón del hombre lo que Dios ha preparado para los que le aman". La vida eterna está más allá de nuestra imaginación actual.
Lo que John Muir pregunta sobre los animales podría preguntarse en un sentido más amplio: ¿somos demasiado mezquinos respecto a quién puede ir al cielo?
Lo que quiero decir con "mezquino" aquí es cómo, a menudo, estamos obsesionados con la pureza, los límites, el dogma y la práctica religiosa, de modo que excluimos a millones de personas de las puertas de nuestras iglesias, de nuestros programas eclesiásticos, de nuestros programas sacramentales, de nuestras mesas eucarísticas y de nuestra noción de quién irá al cielo. Esto es cierto en todas las denominaciones. Como cristianos, todos tendemos a crear un cielo mezquino.
Sin embargo, puedo comprender el instinto que hay detrás de esto. Seguir a Jesús debe significar algo concreto. El discipulado cristiano exige mucho, y las iglesias necesitan tener límites claros en términos de dogma, sacramentos, membresía y práctica. Hay una legitimidad en crear una línea divisoria entre quién está dentro y quién está fuera. El instinto detrás de esto es saludable, pero su práctica a menudo no lo es. A menudo hacemos que el cielo sea mezquino.
Metafóricamente, a menudo somos como ese grupo en el Evangelio que impide que el paralítico se acerque a Jesús, de modo que solo puede llegar a Él entrando por un agujero en el techo. Nuestro instinto puede ser correcto, pero nuestra práctica a menudo es incorrecta. Nosotros, los que estamos profundamente comprometidos con nuestras iglesias, necesitamos ser lo suficientemente fuertes en nuestra propia fe y práctica para ser anclas de una espiritualidad y una ética que acoja y comparta la mesa con aquellos que no están comprometidos. ¿Cómo? Aquí hay una analogía.
Imaginemos una familia de diez personas, todas adultas. Cinco de los hijos están profundamente comprometidos con la familia: vuelven a casa con regularidad para visitarla, comen juntos todos los fines de semana, se mantienen en contacto con frecuencia, tienen rituales y celebraciones habituales para asegurarse de permanecer unidos, y se ocupan de que sus padres estén siempre bien. Se les podría llamar, con razón, miembros “practicantes” de la familia.
Ahora, imaginemos que los otros cinco de los hijos se han distanciado de la familia. Ya no cultivan ninguna conexión significativa ni regular con ella, están desvinculados de su vida cotidiana y sus valores, no les preocupa especialmente cómo están sus padres, pero aun así quieren mantener cierta conexión con la familia para compartir ocasionalmente alguna celebración o comida. Se les podría describir, con razón, como miembros “no practicantes” de la familia.
Esto plantea la pregunta: ¿los miembros “practicantes” de la familia les niegan la entrada a sus reuniones, creyendo que permitirles asistir pone en peligro las creencias, los valores y la esencia de la familia? ¿O les permiten venir, pero solo con la condición de que primero asuman una serie de compromisos prácticos para regularizar el contacto con la familia?
Supongo que, en la mayoría de las familias sanas, los miembros “practicantes” recibirían con gusto a los miembros “no practicantes” en un evento, reunión o comida familiar, agradecidos de que estén allí, aceptándolos amablemente sin pedirles inicialmente ninguna promesa o compromiso práctico. Tampoco se sentirían amenazados por su presencia en la celebración y por que se sentaran a la mesa, temiendo que la esencia de la familia pudiera verse comprometida de alguna manera.
Como miembros “practicantes” de la familia, tendrían la firme convicción de que su propio compromiso afianza suficientemente la esencia, las normas y los rituales de la familia, de modo que quienes están presentes y no están comprometidos no amenazan nada, sino que enriquecen la celebración y la hacen más inclusiva. Esa confianza se basaría en saber (en el contexto de esta familia en particular) que son los adultos responsables y que pueden acoger a los demás sin comprometer nada. No serían mezquinos con el don y la gracia de la familia.
Hay una lección aquí, a mi parecer: nosotros, que somos cristianos “practicantes”, responsables de la práctica eclesiástica adecuada, la doctrina correcta, la moralidad apropiada y la auténtica continuación de la predicación y la Eucaristía, no debemos ser mezquinnos con el don y la gracia de la familia cristiana. Al igual que Jesús, que acogía a todos sin exigir primero la conversión ni el compromiso, debemos ser abiertos en nuestra acogida y generosos en nuestro abrazo. La inclusión, no la exclusión, debe ser siempre nuestro primer enfoque. Como Jesús, no debemos sentirnos amenazados por lo que parece impuro, y debemos estar preparados para escandalizar ocasionalmente a otros por las personas con las que compartimos la mesa.
No seamos mezquinos al compartir la familia de Dios, especialmente porque el Dios al que servimos es un Dios de infinita generosidad, ¡que no se siente amenazado por nada!
Ron Rolheiser. OMI
www.ronrolhiser.com
