Una vez tuve el privilegio de visitar Tierra Santa. Es un lugar extrañamente diferente, empapado de historia, de luchas, de religión, de sangre. Prácticamente cada centímetro de su suelo ha sido bañado en sangre, incluida la sangre de Jesús. La historia te salta a la vista en cada piedra.
Las cosas antiguas afloran allí y se mezclan con las cosas de hoy. Cuando te encuentras en sus lugares sagrados, empiezas a comprender por qué a Moisés se le dijo que se quitara las sandalias y por qué, a lo largo de los siglos, se han librado tantas guerras por esta pequeña franja de desierto. Acertadamente llamada Tierra Santa, caminé por su suelo, descalzo en el alma.
De todas las cosas que vi allí, incluida la tumba de Jesús, pocas me conmovieron tan profundamente como la Iglesia de la Visitación. Esta contrasta notablemente con la mayoría de las demás iglesias que marcan los acontecimientos clave de la vida de Jesús.
A diferencia de la mayoría de las otras iglesias, la Iglesia de la Visitación es un edificio muy modesto. No se ve oro ni mármol. Sus paredes de madera y su techo de roble son sencillos y, en su mayoría, desnudos. Sin embargo, en la pared frontal, detrás del altar, hay una pintura que representa la escena de la Visitación, y fue esta pintura la que me impactó profundamente.
Es una imagen de dos mujeres campesinas, María y Elisabet, ambas embarazadas, saludándose. Todo en ella sugiere pequeñez, humildad, anonimato, polvo, pueblo pequeño, insignificancia.
Usted ve dos mujeres de aspecto sencillo, de pie en el polvo de un pueblo desconocido. Nada sugiere que alguna de ellas, o algo de lo que hacen o llevan, sea extraordinario o de alguna importancia. Sin embargo, y esta es la genialidad de la pintura, toda esa pequeñez, anonimato, aparente esterilidad e insignificancia de pueblo pequeño te lleva automáticamente a hacerte la pregunta: ¿Quién lo hubiera imaginado? ¿Quién habría imaginado que estas dos mujeres, en este pueblo desconocido, en este lugar desconocido, en esta época desconocida, llevaban dentro de sí algo que cambiaría radical y para siempre el mundo entero?
¿Quién lo hubiera imaginado? Sí. ¿Quién hubiera imaginado que lo que estas humildes campesinas gestaban y llevaban en su interior cambiaría la historia más que cualquier ejército, filósofo, artista, emperador, rey, reina o superestrella?
Dentro de ellas gestaban a Jesús y a Juan el Bautista, el Cristo y el profeta que lo anunciaría. Estos dos nacimientos cambiaron el mundo de forma tan radical que hoy incluso medimos el tiempo a partir de ese acontecimiento. Vivimos en el año 2025 después de ese suceso.
Hay una lección aquí: nunca subestimes, en términos de impacto mundial, a alguien que vive en la oscuridad y que está preñada de promesas. Nunca subestimes el impacto en la historia de la gestación silenciosa y oculta. ¿Cómo podemos tener alguna relevancia real en nuestro mundo si vivimos en la oscuridad, desconocidos, escondidos, incapaces de realizar grandes actos que moldeen la historia?
Podemos aprender de María y de Isabel. Podemos quedar embarazados de promesas, de esperanza, del Espíritu Santo y luego, ocultos del mundo, gestarlo hasta convertirlo en carne real, en nuestra propia carne. Nosotros también podemos transformar la historia.
Si logramos comprender esto, habrá más paz en nuestras vidas porque algunas de las inquietudes que nos atormentan se calmarán. En resumen, existe una insatisfacción perpetua dentro de nosotros que solo puede apaciguarse aceptando lo que podríamos llamar el martirio de la oscuridad, es decir, el autosacrificio de aceptar una vida en la que nunca tendremos una autoexpresión adecuada y satisfactoria. Esa aceptación puede ayudar a calmar esa presión interna que nos impulsa a ser conocidos, a marcar la diferencia, a que nuestras vidas cuenten en el panorama general.
Todos conocemos la sensación de estar inmersos en nuestras propias vidas y sentirnos desconocidos, insignificantes, sin distinción y frustrados porque nuestras riquezas son desconocidas para los demás. Tenemos tanto que ofrecer al mundo, pero el mundo no nos conoce. Anhelamos hacer grandes cosas, cosas importantes, cosas que afecten al mundo más allá de los límites de los pequeños pueblos en los que vivimos (incluso cuando vivimos en grandes ciudades). Lo que puede ayudarnos a encontrar algo de paz es la imagen plasmada en ese cuadro de la Iglesia de la Visitación: que lo que, en última instancia, transforma el mundo es aquello que damos a luz cuando, en la oscuridad y el polvo de nuestros pequeños pueblos y en la frustración de vidas que siempre nos parecen demasiado pequeñas, concebimos la esperanza y, tras un proceso de gestación silencioso, desconocido para el mundo, la llevamos a término.
Cuando enseñaba en el Newman College de Edmonton, nuestro presidente era un sacerdote de la Congregación de la Santa Cruz que nos aportaba un toque de la cultura de las Provincias Marítimas. Cuando algo lo sorprendía, exclamaba: “¿Quién lo hubiera imaginado?”.
Sí, ¿dos mujeres embarazadas, hace 2,000 años, sin estatus social, aisladas, en medio del polvo, transformando el mundo para siempre? ¿Quién lo hubiera imaginado?
Ron Rolheiser, OMI
www.ronrolheiser.com
