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Opinión

La espiritualidad de Eugenio de Mazenod

Espiritualidad

Durante los años que llevo escribiendo esta columna, rara vez he mencionado el hecho de que pertenezco a una orden religiosa, los Misioneros Oblatos de María Inmaculada. Esa omisión no es una evasión, ya que ser oblato de María Inmaculada es algo de lo que estoy bastante orgulloso. Sin embargo, rara vez señalo el hecho de que soy sacerdote y miembro de una orden religiosa porque creo que lo que escribo aquí y en otros lugares debe basarse en cosas más allá de los títulos.

En esta columna, sin embargo, quiero hablar del fundador de los Misioneros Oblatos de María Inmaculada, san Eugenio de Mazenod, porque lo que él tenía que decir sobre el discipulado cristiano y la espiritualidad es algo de valor e importancia para todos, como los legados que nos han dejado otros grandes fundadores religiosos como Bernardo, Francisco, Domingo, Ángel Merici, Ignacio de Loyola, Vicente de Paúl y otros.

San Eugenio de Mazenod (1779-1861) fue un obispo francés de origen aristocrático a quien algunos mitos populares identifican como el obispo de Los Miserables. Era un hombre cuya personalidad se inclinaba con cierta naturalidad hacia lo severo, lo introvertido, lo fuertemente orientado hacia el interior, lo místico y lo resuelto. No era el tipo de persona que la mayoría de la gente elegiría como primera opción para una conversación ligera durante una cena, pero era el tipo de persona que a menudo es la primera opción de Dios para fundar una orden religiosa.

Soren Kierkegaard afirmó una vez que “ser santo es querer la única cosa”. Eugenio de Mazenod claramente lo hizo y, en su caso, eso tenía una serie de aspectos que, en conjunto, forman la base de una espiritualidad muy rica y equilibrada, que enfatiza algunos aspectos destacados del discipulado cristiano que a menudo se descuidan hoy.

¿Qué marcó la espiritualidad de Eugenio de Mazenod y el carisma que dejó?

Primero, enfatizó la comunidad. Para él, una buena vida no es sólo una vida de logros individuales, fidelidad o incluso grandeza; es una vida que se vincula al poder inherente a la comunidad. Él creía firmemente en el axioma: “lo que soñamos solos sigue siendo un sueño, lo que soñamos con otros puede convertirse en realidad”. En su opinión, la compasión sólo se vuelve efectiva cuando se vuelve colectiva, cuando surge de un grupo y no de un solo individuo.

Creía que por sí solo se puede causar sensación, pero no marcar la diferencia. Fundó una orden religiosa porque creía profundamente en esto.

Ante todos los problemas que enfrentan el mundo y la Iglesia hoy, si alguien le preguntara: “¿Qué es lo único que podría hacer para marcar la diferencia?”, él respondería: conéctate con otros de voluntad sincera dentro de la comunidad, en torno a la persona de Cristo. Solo no puedes salvar al mundo. ¡Juntos podemos!

En segundo lugar, creía que una espiritualidad sana hace un matrimonio entre la contemplación y la justicia. Juzgada a la luz de nuestras sensibilidades contemporáneas, su expresión exacta de esto quizás resulte lingüísticamente incómodo hoy en día, pero su principio clave es perennemente válido: sólo una acción que surja de una vida arraigada en la oración y en la interioridad profunda será verdaderamente profética y eficaz. Por el contrario, toda verdadera oración y auténtica interioridad estallarán en acción, especialmente en acción por la justicia y por los pobres.

En tercer lugar, en su propia vida y en la espiritualidad que propuso para su comunidad religiosa, hizo una fuerte opción preferencial por los pobres. Lo hizo no porque fuera políticamente correcto, sino porque era lo correcto; el Evangelio lo exige y es innegociable. Su creencia era simple y clara: como cristianos, estamos llamados a estar y trabajar con aquellos con quienes nadie más quiere estar ni trabajar. Para él, cualquier enseñanza o acción que no sea una buena noticia para los pobres no puede pretender hablar en nombre de Jesús o de las Escrituras.

Cuarto, puso todo esto bajo el patrocinio de la madre de Jesús, María, a quien veía como una defensora de los pobres. Reconoció que los pobres acuden a ella, porque es ella quien da voz al Magnificat.

Finalmente, en su propia vida y en el ideal que expuso, reunió dos tendencias aparentemente contradictorias: un profundo amor por la Iglesia institucional y la capacidad de desafiarla proféticamente al mismo tiempo. Amaba a la Iglesia, creía que era lo más noble por lo que uno podía morir; pero al mismo tiempo, no tuvo miedo de señalar públicamente las fallas de la Iglesia o admitir que la Iglesia necesita un desafío y una autocrítica constantes… ¡y él estaba dispuesto a ofrecerlas!

Su personalidad era muy diferente a la mía. Dudo que él y yo nos agradáramos espontáneamente. Sin embargo, eso es incidental. Estoy orgulloso de su legado, orgulloso de ser uno de sus hijos y lo suficientemente convencido de su espiritualidad como para dar mi vida por ello.

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