México enfrenta una paradoja silenciosa pero devastadora: mientras la economía intenta recuperarse, una generación entera de jóvenes parece haberse quedado varada en el limbo. No son “ninis” por elección, sino por consecuencia. Son el resultado colateral de un sistema que les falló: la educación se volvió inaccesible, el mercado laboral informal los devora y la pandemia aceleró esta fractura social.
El verdadero drama no es solo social; es financiero. Cada joven que no estudia ni trabaja representa una hipoteca sobre el futuro del país. Se calcula que la pérdida anual por esta inactividad ronda el 1.25% del PIB: miles de millones de pesos en
productividad desperdiciada, impuestos no recaudados y consumo frenado.
Pero el problema es más profundo. Muchos de quienes sí trabajan lo hacen en la economía informal o bajo esquemas de freelanceo, sin prestaciones, ahorro para el retiro o acceso a crédito. Son económicamente visibles, pero financieramente invisibles. No pueden acceder a un crédito hipotecario, ni a un esquema de vivienda, ni siquiera a un seguro de gastos médios. Esta precarización temprana los condena a una vida de vulnerabilidad económica crónica.
El Estado y las empresas privadas han sido cortoplacistas. No invierten en formación especializada ni crean empleos de calidad con futuro. Se quejan de la falta de talento, pero no lo cultivan. El resultado: un ejército de jóvenes subutilizados que, lejos de impulsar el consumo y el ahorro nacional, dependen de las redes familiares o de subsidios eventuales.
México está sentado sobre una bomba de tiempo demográfica. Hoy los jóvenes invisibles son el síntoma; mañana serán el epicentro de una crisis que trascenderá lo económico: será una fractura civilizatoria. Un país que no apuesta por su juventud no invierte en su propia existencia. El desarrollo no se mide sólo en cifras macroeconómicas, sino en la capacidad de darle futuro al futuro. El verdadero costo no está en actuar, sino en condenar a una generación entera al olvido financiero.
