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Opinión

Lección universal en una comunidad rural

Recuerdos de una vida olvidable

¿De qué otra cosa voy a vivir que no sea de mis recuerdos, si tan pronto llega el presente se refugia en mi memoria?

Conste, no me refiero al discurso dictado por las personas que antes de pensar en su partido, piensan en mi bienestar, por lo que proponen a sus potenciales votantes retroceder en el tiempo.

Aludo, simplemente, a un asunto de percepción, no de nostalgia ni de retorno al poder, vía la explotación del miedo y regocijo por la expectativa del fracaso del otro.

Los recuerdos guían el presente, pues contienen lecciones que enseñan a repetir, modificar o inventar las tareas que permiten vivir mejor el hoy, dando así sentido a la memoria.

Evocación no rentable para el momento, debe tener lugar sólo en el onanismo o en la autoflagelación.

Aclarado lo relativo a las remembranzas, o al menos hecho el intento, quiero compartir una vivencia tan lejana como vigente, aun en el entorno donde las franquicias que se disputan el poder político parecen trazar estrategias en las que, antes del conocimiento y confrontación de ideas, predomina la imagen vacía de contenido, usurpación de la voz del pueblo y dócil sumisión a los franquiciados.

Bajo entonces del entrepaño de mi memoria –nunca alcanzó la categoría de biblioteca– uno de los recuerdos más importantes de mi vida, debido a la vigencia de sus enseñanzas.

Hace poco más de 45 años, gracias a la confianza de don Rutilo Morales García, un oaxaqueño que debió emigrar a la Ciudad de México, pero que hasta el último de sus días confirmó con hechos el compromiso que tenía con su tierra, filmé un documental sobre las fiestas de La Estancia, una muy pequeña agencia municipal localizada en el municipio de San Juan Bautista Coixtlahuaca, Oaxaca, cerca del Nudo Mixteco.

Cumpliendo lo que creíamos era únicamente un compromiso de buena fe, un año después regresé junto con el equipo de producción a La Estancia, sin sospechar siquiera que viviría ahí una experiencia que marcaría para siempre mi vida.

En ese entonces la agencia municipal tenía un rudimentario, pero efectivo sistema de sonido, que a través de unos cuantos altavoces hacía las veces de una “radio comunitaria”, medio que resultó ideal para anunciar que a primera hora de la noche habría función de cine en la escuela.

Acomodamos bancas, ubicamos bocinas, cubrimos una pared con sábanas blancas y probamos la proyección. Había dirigido, fotografiado y editado la cinta, pero ahí experimenté la completa experiencia de no sólo engendrar un “hijo”, sino de contribuir a su parto. Pero esto era apenas el principio.

Unos minutos después la escuela se convirtió en la sede de las mayores emociones que recuerde hasta la fecha.

Como si lo estuvieran presenciando en vivo, los espectadores lo mismo aplaudían y gritaban en la escena del jaripeo, que expresaban su asombro cuando veían cómo el castillo de fuegos artificiales rompía la obscuridad del cielo.

Cuando terminó la película, interpretamos primero la ovación como un premio a sus realizadores, pero luego entendimos que lo que verdaderamente celebraban las palmas era el descubrimiento del cine.

El plan inicial contemplaba sólo una función, pero fueron tres consecutivas con sala llena. Sin embargo, faltaba que recibiéramos el mensaje principal de la noche.

Al prenderse las luces después de la última función tomó la palabra José María García Juárez (para la elaboración de este artículo pregunté a Rutilo hijo por el nombre completo de este vecino de La Estancia), quien dio un emotivo mensaje de agradecimiento que obligó mi respuesta inmediata.

A los jóvenes de la capital que viajaron de tan lejos para filmar una película sobre las costumbres de una modesta comunidad, no había que agradecerles ningún favor, pues eran ellos los agradecidos por la oportunidad de trabajar con mexicanos iguales a ellos que, además, les permitieron nutrirse con su grandeza humana y cultural.

Me quedó claro que una cosa es no ser escuchado y otra carecer de voz, que no es lo mismo ser ignorado que no existir, que no es igual desconocer carencias que ser distinto de quien las tiene.

Hoy lo vivido esa noche me recuerda continuamente la existencia de connacionales, que, iguales a todos, habitan en apartadas comunidades desde las que agradecen supuestos favores a quienes deberían pedirles perdón por olvidarlos o, más aún, por pretender usarlos para fortalecer fantasías de superioridad.


riverayasociados@hotmail.com

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