El pasado domingo en la tarde me fui con cargo de conciencia a un festejo.
Año con año dedico septiembre y octubre a releer Los Miserables (la obra cumbre de la literatura universal, y lo digo con pleno conocimiento de causa).
Pero en vez de terminar de leer las últimas 32 páginas de la monumental novela de Víctor Hugo (1,108 páginas de letra apretada en su traducción al español) preferí relajar cuerpo y espíritu.
Nunca llegué al festejo. Mientras conducía mi carro, me habló mi hermana para avisarme que mi madre (quien vive con ella) había sufrido una caída.
Mi madre es mujer muy mayor, y ya no puede decirnos si siente dolor o molestia alguna. Sufre pero no puede expresarlo.
Había comido yo con ellas al mediodía y dejé a mi madre dormitando en el sofá, y ahora la sorprendía en su casa con la ambulancia afuera, y los paramédicos auxiliándola en el suelo.
No soy ni de lejos Jan Valjean, el protagonista de Los Miserables (quizá el ser ficticio más bondadoso que haya inventado escritor alguno), ni tengo sus dos metros de altura ni su fortaleza descomunal, pero por ayudar a mi madre, uno saca fuerzas y voluntad de quién sabe dónde.
Entre estas fuerzas, incluí la de molestar en pleno domingo a mi amigo el doctor Óscar Vidal. Me dijo Óscar por teléfono que estaba en casa con su familia, despidiendo a un hijo suyo que partía al día siguiente de la ciudad. Me dio instrucciones puntuales para atender a mi madre y se despidió de mí.
Ingresó mi madre al hospital, en el área de urgencias. Mi hermana dispuesta a sacarla adelante.
Yo no tuve más remedio que esperar afuera, pensando en Jean Valjean y en cómo Los Miserables es la única novela que me hace llorar, a mí que no suelo expresar fácilmente emociones y sentimientos.
Ya en dos ensayos abordé técnicamente esta difícil y compleja novela, a partir del revelador estudio de Mario Vargas Llosa, titulado La tentación de lo imposible (2004).
Entonces, sin aviso ni advertencia alguna, llegó Óscar Vidal al hospital. El director de la Facultad de Medicina y director del Hospital Universitario, un hombre muy importante, con responsabilidades muy altas, dejó a su familia, a su esposa y a sus hijos, un domingo por la noche, para asistir a un amigo en apuros. ¡Cómo no quererlo!
Llegó solo, en pants, conduciendo la camioneta de su esposa. Revisó a mi madre, pidió estudios, radiografías y un TAC. Luego se sentó conmigo en un sillón, en la sala de espera del hospital.
“De aquí no me voy hasta saber que tu mamá esté bien”. No pude contener las lágrimas. Pasaron horas; hablamos de la ciencia médica, de la vida espiritual, de Dios, de mi también entrañable amigo Luis Eugenio Todd (recién fallecido).
Sin embargo, en el fondo de nuestra plática, estaba muy presente la tesis central de la novela Los Miserables: haz el bien, sé bueno con los demás, sin esperar retribución alguna; sin esperar ser recompensado en el Más Allá, sin esperar la coartada insulsa del karma (es falso para mí que todo se te regresa en este mundo).
Sé bueno con tu prójimo porque sí. Simplemente porque así tiene que ser. Sé bueno aunque te insulten, te humillen, te persigan injustamente y hagan escarnio de ti.
Mi madre salió en buen estado del hospital. Una pequeña sutura y algunos hematomas. Ninguna fractura. Y cuando ya su misión de bondad estaba cumplida, mi amigo Óscar Vidal me dio un abrazo y se fue en su camioneta.
Ayer no dormí porque me propuse terminar de leer a como diera lugar Los Miserables y cumplir de ese modo mi rito anual.
La novela de Víctor Hugo termina con una frase: el epitafio de la tumba de Jean Valjean, que la lluvia y el polvo (dice el autor) borraría finalmente porque todo tiende a ser borrado y olvidado.
La frase es esta: “murió sencillamente, como llega la noche cuando se marcha el día. Y al final recibió su palma bendita”.
Mi madre ya está en su casa, tranquila y yo (una vez más) con este pequeño y humilde texto, le tributo a Óscar Vidal, mi entrañable amigo, mi hermano del alma, la palma bendita de mi gratitud eterna.
