En estas épocas del Día de los Santos Difuntos, las emociones contenidas de las tradiciones de un país atribulado por la incesante y democrática violencia —que lo mismo agrede, sin distingo, al más desgraciado que al más agraciado— se visten de folclóricos colores muy mexicanos, que solo el alma de quienes hemos nacido en esta tierra puede percibir, aunque muchas veces no podamos entender eso que muchos conocemos como eternidad y que también llamamos muerte.
En estos días, al inicio de este mes, cuando el aire huele a incienso, a pan de muerto y a un triste vacío en el entorno cercano por la ausencia de quienes en algún momento estuvieron con nosotros, la vida y la muerte se dan la mano para recordarnos que una sin la otra no tiene sentido.
En estos días tan complicados en la vida y en los órdenes de la seguridad, el tiempo y el espacio marcan una pausa en lo cotidiano y se visten a la luz de las velas que parpadean como si fueran suspiros del pasado, para iluminar un nuevo altar donde, con la invitación otorgada por el destino, aquellos seres queridos que ya se nos adelantaron toman, con su fotografía, un lugar en ese rincón venerado, para recordar que ellos, en vida, marcaron nuestro rumbo y hoy nos siguen acompañando desde el misterio.
Y es que pocas veces nos detenemos a mirar hacia atrás con calma. Vivimos corriendo, midiendo el tiempo en pendientes, obligaciones y compromisos, olvidando que somos, en buena parte, la herencia viva de quienes ya no están. Sus gestos, sus consejos, sus silencios, su manera de enfrentar la vida... todo eso vive, por herencia, en nosotros, aunque no siempre lo reconozcamos. Porque sí, somos la continuación de sus sueños y la consecuencia de su amor.
El Día de Muertos no es un acto de nostalgia, sino de gratitud. Es un diálogo entre generaciones donde las palabras sobran y el corazón entiende. No se trata de llorar a los que partieron, sino de celebrar que existieron, que compartieron con nosotros una parte de su camino y que nos dejaron la huella invisible de su presencia. A veces basta una canción, una fotografía, el aroma del café o el sabor de la sopita que solían preparar, para sentirlos de nuevo cerquita, como si nunca se hubieran ido.
Sin embargo, qué poco tiempo dedicamos a recordarlos. Apenas una fecha al año para ponerles flores, encender una vela, limpiar su tumba y, con ello, quizás también nuestra conciencia. Y aun así, ellos siguen ahí, pacientes, esperando que un pensamiento los nombre, que una lágrima los honre, que una sonrisa los traiga de vuelta. Quizás deberíamos aprender de nuestros antepasados: que recordar no es mirar hacia atrás, sino mantener vivo el hilo que une el pasado con el presente.
Porque un día, más temprano que tarde, seremos nosotros quienes crucemos el umbral. Y entonces entenderemos que la muerte no es el final, sino una forma distinta de estar. Pues allá, donde el tiempo no pesa, nos esperan quienes nos dieron la vida, los que nos amaron y los que nos enseñaron, con su partida, a valorar el trayecto de momentos que llamamos vida.
Así que, en estos días de conmemoración de la existencia de quienes se han adelantado en el camino, hay que detenerse un momento, mirar alrededor y agradecer por lo que se tiene, por quienes aún están y por los que estuvieron. Es tiempo de encender una vela, poner una flor, dedicar una oración o un silencio. Porque mientras con gratitud se les recuerde, ellos seguirán vivos.
La muerte, al final, no vence a nadie. Solo nos enseña que la vida, cuando se vive con amor, trasciende cualquier frontera… hasta la misma eternidad.
Por hoy es todo. Medite lo que le platico, estimado lector, esperando que el de hoy sea un reflexivo inicio de semana. Por favor, cuídese y ame a los suyos. Me despido honrando la memoria de mi querido hermano Joel Sampayo Climaco, con sus hermosas palabras: “Tengan la bondad de ser felices”. Nos leemos, Dios mediante, aquí el próximo lunes.
