Lo conocí hace muchos años en un seminario sobre cultura de medios, en el Museo Guggenheim de Bilbao, España, y mi primera impresión fue que me topaba con el ser humano más difícil de tratar por pedante y malencarado.
No fui el único en opinar así de Gerard Mortier, el más controvertido director artístico de ópera en el mundo y quizá la mayor celebridad de la alta cultura europea.
Sin embargo, este belga de sabiduría inagotable y modales refinados fue también la principal víctima de la burocracia cultural española y del maquiavelismo de los ignorantes (que también los hay en la Madre Patria), al grado de agudizarle la metástasis de su cáncer de páncreas que lo llevó a la tumba. Murió en 2014.
En mitad de una comilona de chipirones, pintxos de bacalao y txangurro a la donostiarra, Mortier opinó con tacto pero de forma inapelable que la mejor gastronomía del mundo era la belga flamenca.
Luego pidió la carta de vinos y aunque el gobierno vasco pagaba la cena, aclaró a voz en cuello que convidaría a los presentes con el Cabernet Sauvignon más optimo de la cava.
Mientras atendía la enumeración, el somellier sudaba la gota gorda (bien advertido de los clásicos desplantes de Mortier) los meseros iban y venían a la bodega esperando no errar con la botella elegida y los pocos plebeyos que presenciamos la escena (y que no tendríamos dinero para pagar tamaño lujo) pedimos al cielo larga vida para nuestro espontáneo mecenas.
Mortier soltó entonces una retahíla de marcas y añadas de vinos de las más variadas regiones, Toscana, Burdeos, Alsacia, Valle de Loira, Ribera del Duero y con cada negativa del sommelier, su rostro se ponía de un rojo subido.
Recuerdo que tan expectantes estábamos los testigos que no se escuchaba alrededor nuestro ni siquiera el vuelo de una mosca (que por otro lado no había).
Finalmente, con el histrionismo contenido de un moderno Rigoletto, nuestro mecenas se sentó, sentenciando con un español impecable: “No hay nada para mí. Tráiganos agua”.
Todos pusimos una cara de desconcierto (yo de encabronamiento porque era uno de los dos mexicanos presentes).
Sólo un amigo mío también mexicano rompió la solemnidad del hecho con una frase que nada más yo entendí: “pinche belga”.
Pocos años después me enteré por los periódicos que Gerard Mortier había sido nombrado director artístico del Teatro Real de Madrid, y me dio mucho gusto su designación.
Seguramente a Mortier le importaba “una pura y dos con sal” mi dichoso gusto pero con su ejemplo comprendí que en el arte, la política o el periodismo, toda excelencia implica exigencia y defender convicciones no es lo mismo que defender dogmas.
En el breve lapso que duró su cargo (tres años) Mortier gestionó óperas tradicionales, a la manera convencional, junto con experimentalismos de alto riesgo: verdaderas provocaciones como Cosí fan tutte de Mozart, montado por el cineasta Michael Haneke.
Y lo más interesante fueron las óperas que planeó basadas en textos de García Lorca, Carlos Fuentes, Octavio Paz, además de sus declaraciones en el sentido de que prefería a Lou Reed que a Pavarotti, decía que el Metropolitan Opera House de Nueva York es una compañía anticuada y que pronto le pediría a Almodóvar dirigir una de las piezas más locas de Giuseppe Verdi.
En respuesta a tanta polémica, el Ministerio de Cultura de España aprovechó una incapacidad de Mortier para combatir en Alemania los avances de su cáncer pancreático y discretamente lo destituyó de su cargo en el Teatro Real.
Así, el hacha burocrática cayó sobre uno de los mejores modelos de transgresión artística que he conocido, en una medida oportunista propia de un Maquiavelo vulgar.
La respuesta del enfermo fue desoladora y guerrera poco antes de ingresar al quirófano: “todavía no me muero”.
Mortier reapareció pocos meses antes de morir en los ensayos de la ópera La conquista de México, aunque no pudo estar en el estreno en el Teatro Real. Brindemos por la gente de cultura que hace grande a una ciudad, un estado y un país, aunque a veces se nos olvide valorar su existencia.
