El Papa León XIV: Nostra aetate nos recuerda que el verdadero diálogo tiene sus raíces en el amor, único fundamento de la paz, la justicia y la reconciliación, al tiempo que rechaza con firmeza toda forma de discriminación o persecución, afirmando la igual dignidad de todo ser humano.
¡Queridos hermanos y hermanas, en la reflexión de hoy, dedicada al diálogo interreligioso, deseo colocar las palabras del Señor Jesús a la mujer samaritana: «Dios es espíritu, y los que lo adoran deben hacerlo en espíritu y en verdad» (Jn 4,24). En el Evangelio, este encuentro revela la esencia del auténtico diálogo religioso: un intercambio que se establece cuando las personas se abren unas a otras con sinceridad, escucha atenta y enriquecimiento mutuo. Es un diálogo nacido de la sed: la sed de Dios por el corazón humano y la sed humana de Dios. En el pozo de Sicar, Jesús supera las barreras de la cultura, el género y la religión. Invita a la mujer samaritana a una nueva comprensión del culto, que no se limita a un lugar concreto —«ni en este monte ni en Jerusalén»—, sino que se realiza en Espíritu y en verdad. Este momento capta la esencia misma del diálogo interreligioso: el descubrimiento de la presencia de Dios más allá de toda frontera y la invitación a buscarlo juntos con reverencia y humildad.
Hace sesenta años, el 28 de octubre de 1965, el Concilio Vaticano II, con la promulgación de la Declaración Nostra aetate, abrió un nuevo horizonte de encuentro, respeto y hospitalidad espiritual. Este luminoso documento nos enseña a tratar a los seguidores de otras religiones no como extraños, sino como compañeros de viaje en el camino hacia la verdad; a honrar las diferencias afirmando nuestra humanidad común; y a discernir, en toda búsqueda religiosa sincera, un reflejo del único Misterio divino que abarca toda la creación.
No hay que olvidar que la primera orientación de Nostra aetate fue hacia el mundo judío, con el que San Juan XXIII quiso refundar la relación original. …La Iglesia de Cristo reconoce, en efecto, que los orígenes de su fe y de su elección se encuentran ya, según el misterio divino de la salvación, en los patriarcas, en Moisés y en los profetas» (NA, 4). Así, la Iglesia, «consciente del patrimonio que tiene en común con los judíos, y movida no por motivos políticos, sino por la caridad religiosa evangélica, deplora los odios, las persecuciones y todas las manifestaciones de antisemitismo de cualquier tiempo y persona contra los judíos» (ibíd.). Desde entonces, todos mis predecesores han condenado el antisemitismo con palabras claras. También yo confirmo que la Iglesia no tolera el antisemitismo y lo combate, en razón del Evangelio mismo.
Hoy podemos mirar con gratitud todo lo que se ha logrado en el diálogo judeo-católico en estas seis décadas. Esto no se debe solo al esfuerzo humano, sino a la asistencia de nuestro Dios que, según la convicción cristiana, es en sí mismo diálogo. No podemos negar que en este período también ha habido malentendidos, dificultades y conflictos, pero estos nunca han impedido la continuación del diálogo. Tampoco hoy debemos permitir que las circunstancias políticas y las injusticias de algunos nos alejen de la amistad, sobre todo porque hasta ahora hemos logrado mucho.
El espíritu de Nostra aetate sigue iluminando el camino de la Iglesia. Esta reconoce que todas las religiones pueden reflejar «un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres» (n. 2) y buscan respuestas a los grandes misterios de la existencia humana, por lo que el diálogo debe ser no solo intelectual, sino profundamente espiritual.
