El Papa León XIV: Es importante leer los textos bíblicos en su contexto, con una hermenéutica adecuada, y recordar que nos invitan a labrar y cuidar el jardín del mundo (cf.Gn 2,15). Mientras labrar significa cultivar, arar o trabajar, cuidar significa proteger, custodiar, preservar, guardar, vigilar. Esto implica una relación de reciprocidad responsable entre el ser humano y la naturaleza.
A LA X JORNADA MUNDIAL DE ORACIÓN POR EL CUIDADO DE LA CREACIÓN 2025
Queridos hermanos y hermanas: El tema de esta Jornada Mundial de Oración por el Cuidado de la Creación, elegido por nuestro querido Papa Francisco, es “Semillas de paz y esperanza”.
En el décimo aniversario de la institución de la Jornada, coincidió con la publicación de la encíclica Laudato, nos encontramos en pleno Jubileo, como peregrinos de esperanza. Y es precisamente en este contexto donde el tema adquiere todo su significado.
Muchas veces, Jesús, en su predicación, utiliza la imagen de la semilla para hablar del Reino de Dios, y en la víspera de la Pasión la aplica a sí mismo, comparándose con el grano de trigo, que debe morir para dar fruto (cf.Jn12,24).
La semilla se entrega por completo a la tierra y ahí, con la fuerza impetuosa de su don, brota la vida, incluso en los lugares más insospechados, con una sorprendente capacidad de generar futuro.
Pensemos, por ejemplo, en las flores que crecen al borde de las carreteras: nadie las ha plantado, y sin embargo crecen gracias a semillas que han llegado ahí casi por casualidad y logran adornar el gris del asfalto e incluso romper su dura superficie.
Por lo tanto, en Cristo somos semillas. No sólo eso, sino “semillas de paz y esperanza”. Como dice el profeta Isaías, el Espíritu de Dios es capaz de transformar el desierto, árido y reseco, en un jardín, lugar de descanso y serenidad: «hasta que sea infundido en nosotros un espíritu desde lo alto. Entonces el desierto será un vergel y el vergel parecerá un bosque.
En el desierto habitará el derecho y la justicia morará en el vergel. La obra de la justicia será la paz, y el fruto de la justicia, la tranquilidad y la seguridad para siempre. Mi pueblo habitará en un lugar de paz, en moradas seguras, en descansos tranquilos» (Is 32,15-18).
… En diversas partes del mundo es ya evidente que nuestra tierra se está deteriorando. En todas partes, la injusticia, la violación del derecho internacional y de los derechos de los pueblos, las desigualdades y la codicia que de ellas se derivan producen deforestación, contaminación y pérdida de biodiversidad. Aumentan en intensidad y frecuencia los fenómenos naturales extremos causados por el cambio climático inducido por las actividades antrópicas sin tener en cuenta los efectos a medio y largo plazo de la devastación humana y ecológica provocada por los conflictos armados.
Parece que aún no se tiene conciencia de que destruir la naturaleza no perjudica a todos del mismo modo: pisotear la justicia y la paz significa afectar sobre todo a los más pobres, a los marginados, a los excluidos. En este contexto, es emblemático el sufrimiento de las comunidades indígenas.
Y eso no es todo: la propia naturaleza se convierte a veces en un instrumento de intercambio, en un bien que se negocia para obtener ventajas económicas o políticas. En estas dinámicas, la creación se transforma en un campo de batalla por el control de los recursos vitales, como lo demuestran las zonas agrícolas y los bosques que se han vuelto peligrosos debido a las minas, la política de la “tierra arrasada”[1], los conflictos que se desatan en torno a las fuentes de agua, la distribución desigual de las materias primas, que penaliza a las poblaciones más débiles y socava su propia estabilidad social.
Estas diversas heridas son consecuencia del pecado. Sin duda, esto no es lo que Dios tenía en mente cuando confió la Tierra al hombre creado a su imagen (cf. Gn 1,24-29). La Biblia no promueve el dominio despótico del ser humano sobre lo creado.
La justicia ambiental, anunciada implícitamente por los profetas, ya no puede considerarse un concepto abstracto o un objetivo lejano. Representa una necesidad urgente que va más allá de la simple protección del medio ambiente. En realidad, se trata de una cuestión de justicia social, económica y antropológica.
Es hora de pasar de las palabras a los hechos. “Vivir la vocación de ser protectores de la obra de Dios es parte esencial de una existencia virtuosa, no consiste en algo opcional ni en un aspecto secundario de la experiencia cristiana”.
