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Opinión

Siguiendo al papa. Del 5 al 11 de septiembre del 2025

Siguiendo al Papa

El Papa León XIV: Se grita cuando se cree que alguien todavía puede escuchar. Se grita no por desesperación, sino por deseo. Jesús no gritó contra el Padre, sino hacia él. Incluso en el silencio, estaba convencido de que el Padre estaba ahí.

Del 5 al 11 de septiembre del 2025 (VIS).

Por Anam Cara

AUDIENCIA GENERAL.-

Queridos hermanos y hermanas: Hoy contemplamos la cumbre de la vida de Jesús en este mundo: su muerte en la cruz. Los Evangelios recogen un detalle muy valioso, que merece ser contemplado con la inteligencia de la fe.

En la cruz, Jesús no muere en silencio. No se apaga lentamente, como una luz que se consume, sino que deja la vida con un grito: «Jesús, dando un fuerte grito, expiró» (Mc 15,37).

Ese grito encierra todo: dolor, abandono, fe, ofrenda. No es solo la voz de un cuerpo que cede, sino la última señal de una vida que se entrega. El grito de Jesús va precedido por una pregunta, una de las más lacerantes que se pueden pronunciar: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?».

Es el primer versículo del Salmo 22, pero en los labios de Jesús adquiere un peso único. El Hijo, que siempre ha vivido en íntima comunión con el Padre, experimenta ahora el silencio, la ausencia, el abismo. No se trata de una crisis de fe, sino de la última etapa de un amor que se entrega hasta el fondo.

El grito de Jesús no es desesperación, sino sinceridad, verdad llevada al límite, confianza que resiste incluso cuando todo calla. En ese momento, el cielo se oscurece y el velo del templo se rasga (cf. Mc 15,33.38). Es como si la creación participara de ese dolor y al mismo tiempo revelara algo nuevo: Dios ya no habita detrás de un velo, su rostro es ahora plenamente visible en el Crucifijo. Es ahí, en aquel hombre desgarrado, donde se manifiesta el amor más grande. Es ahí donde podemos reconocer a un Dios que no permanece distante, sino que atraviesa hasta el fondo nuestro dolor. El centurión, un pagano, lo entiende. No porque haya escuchado un discurso, sino porque vio morir a Jesús en ese modo: «Verdaderamente, este hombre era Hijo de Dios» (Mc 15,39).

Es la primera profesión de fe después de la muerte de Jesús. Es el fruto de un grito que no se dispersó en el viento, sino que tocó un corazón. A veces, lo que no somos capaces de decir con palabras lo expresamos con la voz. Cuando el corazón está lleno grita. Y esto no siempre es una señal de debilidad, puede ser un profundo acto de humanidad. Nosotros estamos acostumbrados a pensar en el grito como algo descompuesto, que hay que reprimir.

El Evangelio confiere a nuestro grito un valor inmenso, recordándonos que puede ser una invocación, una protesta, un deseo, una entrega. Es más, puede ser la forma extrema de la oración, cuando ya no nos quedan palabras en ese grito, Jesús puso todo lo que le quedaba: todo su amor, toda su esperanza. Sí, porque también hay esto en el grito: una esperanza que no se resigna. Se grita cuando se cree que alguien todavía puede escuchar. Se grita no por desesperación, sino por deseo. Jesús no gritó contra el Padre, sino hacia él. Incluso en el silencio, estaba convencido de que el Padre estaba ahí. Y así nos

mostró que nuestra esperanza puede gritar, incluso cuando todo parece perdido. Gritar se convierte entonces en un gesto espiritual. No es solo ese primer acto de nuestro nacimiento – cuando llegamos al mundo llorando – : es también un modo para permanecer vivos.

Se grita cuando se sufre, pero también cuando se ama, se llama, se invoca. Gritar es decir que estamos, que no queremos apagarnos en silencio, que tenemos todavía algo que ofrecer. En el viaje de la vida, hay momentos en los que guardar todo dentro puede consumirnos lentamente. Jesús nos enseña a no tener miedo del grito, mientras sea sincero, humilde, orientado al Padre.

Un grito no es nunca inútil si nace del amor. Y nunca es ignorado si se entrega a Dios. Es una vía para no ceder al cinismo, para continuar creyendo que otro mundo es posible.

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