El gobierno federal busca el control absoluto de la política y sus instituciones. El objetivo es regresar la democracia a la primera mitad del siglo XX, cuando se ganaban elecciones sin votos y el clientelismo de Estado lo era todo.
Acabar con los legisladores de representación proporcional (RP) significa el retorno a la democracia de mayorías, esa que se transformó con la reforma constitucional de 1963, cuando surgieron los primeros diputados de partido, dando paso a la evolución en lo actual.
El presupuesto público en los años 70 del siglo pasado fue una exigencia de la izquierda mexicana para poder ser competitiva. En una democracia de apuestas privadas, sabemos que nadie apuesta al caballo más flaco, al que no tiene posibilidades de ganar. El presupuesto público ayudaba a esos competidores a avanzar; si no ganaban, al menos su proyecto crecía, y eso, en democracia, es mucho, pues implica dar voz a las minorías.
Los dos golpes mortales a la democracia representativa y de minorías actual se cocinan en las reformas pretendidas para acabar con la representación proporcional y con el presupuesto público para partidos y candidatos.
Esta reforma no pasa sin el apoyo de los partidos Verde y PT. Para ellos, votarla representa la eutanasia. Claro, siempre hay atrevidos queriendo saltar de un puente.
La democracia en México se fortaleció con la RP. Así es como ganaron posiciones la derecha y las izquierdas comunistas en la segunda mitad del siglo XX.
El presupuesto público y el acceso a los medios de comunicación acercaron la competencia electoral. No la igualaron, pero permitieron que hubiera eso: competencia.
Se debe acabar con los legisladores de partido, los plurinominales, los de lista, pero no con la RP. Actualmente hay diputados federales de RP en formato de vacas sagradas: cúpulas de partidos y prebendas, dentro de una lista donde se elige del número uno hacia abajo, alcanzando espacios sólo los primeros de la lista.
La RP donde se elijan a los de primera minoría en los distritos es una excelente opción que conjunta lo mejor de la selección en candidatos. Podría implementarse por circunscripción, donde se seleccionen cuántos deben ser por RP y luego se determine cuántos perdedores con mayor votación de cada partido. Así tendríamos diputados que conocen el territorio, interesados en servir al electorado más que a su partido (bueno, es un decir), con legitimidad para ser representantes populares.
En el Senado tenemos senadores de primera minoría y de lista. Que se aplique la misma fórmula: senadores de RP electos únicamente de la primer minoría. Esto legitima su posición y los convierte en comprometidos con sus votantes (se vale soñar).
Aniquilando la RP no se resuelve la legitimidad. Hacerlo implica tener legislaturas hegemónicas. En la actualidad, tenemos partidos hegemónicos en el Poder Legislativo, pero en democracias de mayorías se acaba la representación de grupos minoritarios.
Sin RP, adiós a la representación de clases medias, a grupos de profesionistas, a poblaciones marginadas, a intereses sociales como el animalismo, la sostenibilidad, el agua y el cambio climático, entre otros temas de interés sectorial que no se representan en los partidos hegemónicos, no al menos en los cuatroteños.
La RP es la inclusión democrática para grupos minoritarios que no se representan en las mayorías. Acabarla es el retorno a la democracia simulada desde el poder.
Claro, para el ciudadano harto, desilusionado y apático, es un dulce decir que se acaban los diputados que sirven para poco (en su concepción).
En otra entrega abundamos en el peligro de quedarnos sin presupuestos públicos.
