A pesar de los tiempos idos, el que esto escribe sigue conservando la magia, la ilusión y la sonrisa de su corazón de niño, que ha llegado a la madurez emocional que dan los años, luego de vivir en equilibrio el paso de las diferentes épocas que han marcado la evolución de esta comunidad regiomontana.
Cuando era pequeño, el jardín de nuestra casa —que en aquellos tiempos estaba a las orillas de la ciudad— por rejas tenía rosales; la puerta siempre estuvo sin llave; el saludo cordial siempre fue para todo el que pasaba. Luego de cumplir con los deberes, al caer la tarde, el sosiego de las mecedoras en el porche para mirar las estrellas eran el premio de paz que alimentaba el alma al susurro cantar de los grillos, en el vacío silencio de las noches.
Esto era al abrigo de los brazos de mis padres, que platicaban de sus cosas mientras el sueño, en su regazo, te acariciaba amorosamente hasta vencerte. Eran los tiempos de los zapatos “Pingo”, las teles de bulbos y blanco y negro; tiempos en los que las televisoras solo trabajaban en las tardes y los teléfonos eran enormes, con dos campanas adentro y un disco con 10 agujeritos para marcar a teléfonos de cinco números.
En mi casa fuimos seis hijos varones más mi padre; éramos siete contra una: mi madre, que a todos por igual nos dio todo su amor, su comprensión, su apoyo, su consejo y, también, cuando era necesario, su regaño. Ella nos ofreció toda su atención, todo su cariño y entregó toda su vida por nosotros. Mi padre también lo hizo, a la par de su trabajo, para que no nos faltara el amor, el vestido y el sustento. Fui un bendecido de Dios por haber nacido de ellos, que, por amor, unieron sus vidas y tomaron con una gran responsabilidad su papel de padres.
Aquellos eran otros tiempos: no había celulares, no había internet, ni los elementos distractores de hoy en día. Ellos nos criaron como a ellos los criaron: con base en una conducta sana, sustentada en el respeto, la comunicación, la convivencia, el amor, la disciplina y la transmisión de los valores cívicos, morales, sociales, culturales, artísticos y hasta deportivos, que siempre nos fueron inculcados en el marco del honor, la honradez y el respeto mutuo.
Luego, al paso del tiempo, la comunidad fue “evolucionando” desordenadamente conforme fuimos creciendo: nuevas colonias, menos espacios, calles más amplias, menos plazas y parques, más alcohol y menos deporte, más políticos y menos honestidad, más tecnologías y menos convivencia, más modas y menos valores.
Cierto es que ahora vivimos inmersos en un espejismo de modernidad tecnológica que hace que brote la magia de una varita en forma de iPhone, smartphone, tablet o computadora, olvidándonos de que estas son unas extraordinarias herramientas productivas, pero también —como es el caso— adictivas, nocivas y destructivas.
Cierto es también que no hay mejor operativo mochila, ni mejor combate a la delincuencia, ni mejor fiscalía anti corrupción, ni mejor remedio contra las adicciones y vicios culturales, que la transmisión de los genuinos valores humanos de amor hacia las emociones, el corazón y los sentimientos de nuestros hijos.
Valores que deben estar por encima de cualquier interés por tener el último invento mágico de moda que sale al mercado. La clave es entender el papel que significa ser un verdadero padre, con valores, amor y equilibrio, para poder transmitirlos con honradez a nuestros hijos en estos difíciles tiempos tecnológicos.
Por hoy es todo. Medite lo que le platico, estimado lector, esperando que el de hoy sea un reflexivo inicio de semana. Por favor, cuídese y ame a los suyos. Me despido honrando la memoria de mi querido hermano Joel Sampayo Climaco, con sus hermosas palabras: “Tengan la bondad de ser felices”.
Nos leemos, Dios mediante, aquí el próximo lunes.
