Hace tres años, Nuevo León vivió la peor sequía de su historia reciente. La falta de lluvia, sumada a la ineficiente gestión de los gobiernos estatales, nos dejó semanas enteras sin agua en los hogares. Fueron tiempos difíciles. Incluso hubo momentos en que la escasez puso en riesgo la gobernabilidad misma, con conatos de violencia entre vecinos que luchaban por lo mínimo indispensable para vivir: el agua.
El Gobierno Federal tuvo que intervenir a través del Ejército, que gestionó la entrega de pipas a las colonias más afectadas y lideró el proyecto del Acueducto El Cuchillo II en tiempo récord. Así sobrevivimos ese año.
Luego, afortunadamente, las lluvias llegaron, y con ellas, la ilusión momentánea de que la crisis estaba resuelta.
Sin embargo, el breve respiro tendría que haber permitido a los responsables del manejo del agua impulsar políticas públicas que garantizaran el acceso al agua para los ciudadanos. Eso no pasó. La emergencia fue superada, pero los problemas estructurales permanecieron intactos.
Hoy, las presas están llenas, pero en los hogares de miles de familias de García, Guadalupe, Pesquería y otros municipios, los cortes de agua son parte de la rutina diaria. Colonias enteras pasan horas sin el servicio, sin aviso previo, sin plan de contingencia y sin una autoridad estatal que les dé la cara.
¿De qué sirve que las presas estén a su máxima capacidad si las llaves de nuestras casas siguen secas?
Este contraste entre abundancia y carencia revela la raíz del problema: la infraestructura hidráulica de Nuevo León es deficiente, obsoleta y ha sido sistemáticamente abandonada por gobiernos estatales que han preferido maquillar la crisis con discursos triunfalistas, en lugar de invertir en soluciones duraderas.
Peor aún: hay familias que viven literalmente con aguas negras en sus casas. El colapso del drenaje es una tragedia silenciosa que se repite colonia tras colonia. He caminado esas calles; he visto cómo las lluvias, que deberían traer esperanza, se convierten en una condena para quienes, en lugar de agua limpia, reciben inundaciones de aguas residuales que arruinan su patrimonio y, más grave aún, ponen en riesgo su salud.
Lo más indignante es que, pese a los constantes aumentos en las tarifas de Agua y Drenaje de Monterrey, y pese al incremento sustancial de su presupuesto, la realidad en las colonias no cambia.
¿Dónde está ese dinero? ¿Por qué no se refleja en tuberías modernas, en redes de distribución confiables, en drenajes funcionales?
Al parecer, lo que existe hoy en Nuevo León es un modelo que castiga a los usuarios con recibos más altos, mientras les entrega un servicio peor cada día.
El acceso al agua no es un lujo ni una dádiva que los gobiernos otorgan de manera discrecional. Es un derecho humano, reconocido en nuestra Constitución y en tratados internacionales.
Negar ese derecho —ya sea con cortes arbitrarios, con drenajes colapsados o con tarifas abusivas— es atentar contra la vida misma.
El problema del agua en Nuevo León merece soluciones serias, en al menos tres caminos:
Inversión inmediata y transparente en infraestructura hidráulica, desde la reparación de fugas hasta la modernización de la red de drenaje.
Planeación de largo plazo, que entienda el agua como un recurso estratégico para el desarrollo del estado, y no como una oportunidad de negocio.
Rendición de cuentas real en Agua y Drenaje, donde cada peso que se recauda de las familias se traduzca en obras que mejoren su vida diaria.
El derecho al agua debe colocarse por encima de los cálculos políticos y de las pugnas entre partidos. No podemos permitir que se repita la ingobernabilidad que vivimos hace tres años, ni podemos normalizar que, en pleno 2025, las familias de Nuevo León vivan entre cortes y aguas negras.
El agua es vida.
Garantizarla no es una opción: es una obligación de quienes tenemos el honor de tener un puesto político en un estado como Nuevo León.
