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Opinión

El homicidio no violento del lenguaje

Siete puntos

1. ¿Qué es más fácil: negar la realidad o falsearla? Me parece que lo primero. Si al esposo lo ve su señora en compañía de una guapa jovencita, tomados de la mano, es frecuente que él rechace lo observado por su mujer: “no era yo, ya no ves bien –ya te he dicho que no te quites los lentes–, me confundiste con otro”. Pero si comienza a dar explicaciones, tipo: “es una sobrina lejana, batalla para caminar, le iba ayudando para que no se tropezara”, que se prepare para recibir no sólo recriminaciones conyugales, sino hasta un sartén en su cabeza.

2. Pero adulterar lo que sucede no es sencillo. Primero, se necesita que a quien se busca engañar caiga en el garlito, ya por ingenuidad, ignorancia o confianza. Esto no se logra si los intentos de engaño son frecuentes. Una cosa es que se sorprenda al marido con la “sobrina” en una sola ocasión, y otra en que se le vea con ella cada fin de semana. “Una vez te perdono –recuerdo que una novia le dijo a su galán–, pero a la segunda si no te mato al menos te abandono”. Las faltas repetidas son directamente proporcionales a la pérdida de confianza: a más de aquellas, menos de ésta.

3. Pero también se precisa una gran habilidad mental y lingüística para embrollar los hechos. Recuerdo a una dama, calificada de chismosa por sus amigas, que no negaba el dedicarse a los cotilleos, pero a esa tarea la definía como proclividad al intercambio de información, de preferencia reservada. Bueno. Tal elegancia discursiva no es frecuente en nuestra clase política. 

Los resbalones, por ejemplo, que ha tenido la encargada de la sección “Quién es quién en las mentiras”, ya son clásicos, como el famoso “no es falso, pero se exagera”, o el “… lo que dijo es verdad, aunque sea falso”.

4. Pero el más reciente intento por tergiversar los hechos sucedió esta semana, desde la más alta tribuna, en “La Mañanera”: “no hay más violencia, hay más homicidios. Hay menos robos que en sexenios anteriores, hay menos secuestros… menos delitos de orden federal”. De seguro, lo que se quiso resaltar es la supuesta disminución de ese tipo de actos violentos, de acuerdo. Pero este afán de presentar un país en paz, sin problemas, que está requetebién, origina que se caiga en estas contradicciones, si no aberrantes, al menos cantinflescas.

5. Porque: ¿los homicidios no son violentos? ¿Habrá que calificarlos como “muertes naturales”? El que haya menos hechos delictivos –hay muchas opiniones contrarias a este dato– pero más homicidios: ¿justifica el afirmar que estamos en un país no tan violento? ¿Y qué decir de las agresiones verbales, de las descalificaciones y amenazas hacia los críticos del régimen, de los epítetos ofensivos para quien osa disentir? Esa violencia, que también lo es, no sólo no ha disminuido, sino que se ha incrementado de manera notable.

6. El lenguaje siempre se ha entendido como una expresión de la cultura. Su tarea es reflejar la manera en que una comunidad se planta frente al mundo, cómo lo entiende, de qué manera traza sus fronteras. Hemos asistido, de manera periódica, a una destrucción de la palabra como expresión de lo sucedido. Escuchar a un miembro de la clase política exige la formación de un exégeta, capaz de desentrañar en un texto no sólo lo que ahí aparece, sino su sentido oculto. Estamos, entonces, ante el homicidio, obviamente no violento, –por favor– del lenguaje.

7. Cierre icónico. Hemos celebrado los 200 años de nuestro estado. Como en todo cumpleaños, es conveniente hacer un recuento del tiempo transcurrido, de los paradigmas que han influido para forjar nuestra personalidad. Sin deseos de ser aguafiestas, sólo van dos acotaciones. 

Primera: ¿Podemos hablar de UN Nuevo León? ¿Es lo mismo vivir en San Pedro que en Los Ramones? Segunda: ¿De qué debemos enorgullecernos? ¿De nuestras industrias, universidades, estadios y restaurantes, o del trato que dispensamos a los migrantes? De cualquier manera: 

¡felicidades por los dos siglos!

papacomeister@gmail.com 

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