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Opinión

Los escritores de espiritualidad, atentos a describir las repercusiones de la soberbia, ilustran cómo arruina las relaciones humanas

Siguiendo al Papa

El Papa Francisco: Los escritores de espiritualidad, atentos a describir las repercusiones de la soberbia en la vida de todos los días, ilustran cómo arruina las relaciones humanas, al subrayar cómo este mal envenena ese sentimiento de fraternidad que, en cambio, debería unir a los hombres. Del 1 al 7 de marzo de 2024.
 
Audiencia general. En nuestro itinerario catequético sobre vicios y virtudes, llegamos al último de los vicios: La soberbia. Los antiguos griegos lo definían con una palabra que podría traducirse como “esplendor excesivo”.

En realidad, la soberbia es la auto-exaltación, el engreimiento, la vanidad. El término aparece también en esa serie de vicios que Jesús enumera para explicar que el mal procede siempre del corazón del hombre (cf. Mc 7,22).

El soberbio es aquel que cree ser mucho más de lo que es en realidad; aquel que se estremece por ser reconocido como superior a los demás, siempre quiere ver reconocidos sus propios méritos y desprecia a los demás considerándolos inferiores.

A partir de esta primera descripción, vemos cómo el vicio de la soberbia está muy cerca del de la vanagloria, que presentamos la última vez. Pero si la vanagloria es una enfermedad del yo humano, se trata de una enfermedad infantil en comparación con los estragos que puede causar la soberbia.

Analizando las locuras del hombre, los monjes de la antigüedad reconocían un cierto orden en la secuencia de los males: Se empieza por los pecados más groseros, como la gula, y se llega a los monstruos más inquietantes. De todos los vicios, la soberbia es la gran reina.

No es casualidad que, en la Divina Comedia, Dante lo sitúe en el primer círculo del purgatorio: Quien cede a este vicio está lejos de Dios, y la enmienda de este mal requiere tiempo y esfuerzo, más que cualquier otra batalla a la que esté llamado el cristiano. En realidad, en este mal se esconde el pecado radical, la absurda pretensión de ser como Dios.

El pecado de primeros padres, relatado en el libro del Génesis, es a todos los efectos un pecado de soberbia. El tentador les dice: «…Dios sabe muy bien que el día en que coman de él, se les abrirán a ustedes los ojos; entonces ustedes serán como dioses» (Gen 3,5).

Los escritores de espiritualidad están más atentos a describir las repercusiones de la soberbia en la vida de todos los días, a ilustrar cómo arruina las relaciones humanas, a subrayar cómo este mal envenena ese sentimiento de fraternidad que, en cambio, debería unir a los hombres.

Es un mal con un aspecto físico evidente: El hombre orgulloso es altivo, tiene una “dura cerviz”, es decir, tiene el cuello rígido que no se dobla. Es un hombre que con facilidad juzga despreciativamente: Por una nadería, emite juicios irrevocables sobre los demás, que le parecen irremediablemente ineptos e incapaces.

En su arrogancia, olvida que Jesús en los Evangelios nos dio muy pocos preceptos morales, pero en uno de ellos fue inflexible: No juzgar nunca. Te das cuenta de que estás tratando con una persona orgullosa cuando, si le haces una pequeña crítica constructiva, o un comentario totalmente inofensivo, reacciona de forma exagerada, como si alguien hubiera ofendido su majestad: Monta en cólera, grita, rompe relaciones con los demás de forma resentida. Poco se puede hacer con una persona enferma de soberbia.

Es imposible hablar con ella, y mucho menos corregirla, porque en el fondo ya no está presente a sí misma. Sólo hay que tenerle paciencia… Es inútil robarle algo a Dios, como esperan hacer los soberbios, porque al final Él quiere regalarnos todo.

Por eso el Apóstol Santiago, a su comunidad herida por luchas intestinas originadas en el orgullo, escribe: “Dios resiste a los soberbios, pero a los humildes les da su gracia” (St 4,6). Por tanto, queridos hermanos y hermanas, aprovechemos esta Cuaresma para luchar contra nuestra soberbia.

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