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Opinión

Los restaurantes temáticos, su comida y el genial negocio que son

Crónicas de un comelón

Sin duda, siendo padre uno paga las que hizo de pequeño; y así como alguna vez hice que mis papás me llevaran a uno de los casi extintos Hard Rock Cafés, hace unos días fui llevado a un restaurante temático.

La verdad es que de niño iba uno más por la novedad que por otra cosa. El Hard Rock que les decía, cuya ubicación ya ni recuerdo, tenía forma de guitarra, y aunque uno no fuera particularmente melómano, había visto el logo suficientes veces para saber que había que ir. Para rematar, ¡el lugar tenía forma de guitarra! Así que más emocionante aún.

Una vez adentro, no recuerdo ningún detalle o artículo en particular que llamara mi atención, de la  comida… tampoco. Aunque seguramente comí bien, a esa edad una hamburguesa o tiras de pollo rara vez fallan.

Nunca le pregunté a mis papás qué tal habían comido. Sí me llevé una camiseta o algún otro recuerdo de la visita. Unos años después sería la misma historia con el lugar de los artistas de Hollywood y el de la selva más tarde.

Ya más grande, vendría el de la película de Tom Hanks, el de los superhéroes, y para ser honestos, de vez en cuando todavía uno que otro de los Hard Rock.

Esta última vez, sin embargo, me puse realmente a pensar en el maravilloso negocio que son este tipo de restaurantes.

Quizás por temas de derechos de uso del tema del lugar, quizá porque siendo llevado por las criaturas, uno ya queda cautivo, pero en muchos de estos lugares termina uno pagando un sobreprecio por lo que se consume.

Tampoco puedo generalizar, pero regularmente la comida no es nada espectacular,  equiparable a la de un restaurante de cadena, que al fin eso son, algunos hasta de plano malitos. Ya pagamos por comida que nos queda a deber, encima solemos tener que pasar por la aduana de la tienda del lugar.  

En alguna ocasión, el que engatusó a mis papás de ir a un cierto lugar temático, fue uno de sus amigos. Casualmente, el que solía recomendarle los mejores lugares de San Antonio.

Aquella vez terminamos en un lugar que era una joya para los niños. Todas las mesas eran distintas, todos los meseros iban disfrazados y había bebidas coloridas que burbujeaban con hielo seco.

De la comida, para que se me sorprendan, tampoco recuerdo gran cosa; sólo que había un platillo grande para compartir nombrado en honor de las excesivas fiestas romanas. Tuve que buscar en Internet el menú y temía que ya no existiera, pero casi 30 años después, ahí sigue el restaurante.

No debería sorprenderme, porque escogiendo bien el tema, mientras éste se mantenga vigente, es un muy buen negocio. Nada más les pido que hagan bien la comida, porque sospecho que por esa razón es que otros han quedado en el olvido. 

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