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Opinión

La humildad es la puerta de entrada de todas las virtudes.

Siguiendo al Papa

El Papa Francisco: La humildad es la puerta de entrada de todas las virtudes. En las primeras páginas de los Evangelios, la humildad y la pobreza de espíritu parecen ser la fuente de todo. «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos». Del 17 al 23 de mayo de 2024.
 
Audiencia general. Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! Concluimos este ciclo de catequesis deteniéndonos en una virtud que no forma parte de la lista de las siete virtudes cardinales y teologales, pero que está en la base de la vida cristiana: Esta virtud es la humildad.

Ella es la gran antagonista del más mortal de los vicios, es decir, la soberbia. Mientras el orgullo y la soberbia hinchan el corazón humano, haciéndonos aparentar más de lo que somos, la humildad devuelve todo a su justa dimensión: Somos criaturas maravillosas pero limitadas, con virtudes y defectos.

La Biblia nos recuerda desde el principio que somos polvo y al polvo volveremos (cfr. Gn 3,19); «humilde», de hecho, viene de humus, tierra. Sin embargo, a menudo surgen en el corazón humano delirios de omnipotencia, tan peligrosos que nos hacen mucho daño.

Para liberarnos de la soberbia, bastaría muy poco; bastaría contemplar un cielo estrellado para redescubrir la justa medida, como dice el Salmo: «Cuando contemplo el cielo, obra de tus manos, la luna y las estrellas que has creado, ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano, para que de él te cuides?» (8, 4-5).

La ciencia moderna nos permite ampliar mucho más el horizonte y sentir aún más el misterio que nos rodea y nos habita. ¡Bienaventuradas las personas que guardan en su corazón esta percepción de su propia pequeñez!

Estas personas están a salvo de un vicio feo: La arrogancia. En sus Bienaventuranzas, Jesús parte precisamente de ellos: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5,3).

Es la primera Bienaventuranza porque es la base de las que siguen: De hecho, la mansedumbre, la misericordia, la pureza de corazón surgen de ese sentimiento interior de pequeñez. La humildad es la puerta de entrada de todas las virtudes.

En las primeras páginas de los Evangelios, la humildad y la pobreza de espíritu parecen ser la fuente de todo. El anuncio del ángel no tiene lugar a las puertas de Jerusalén, sino en una remota aldea de Galilea, tan insignificante que la gente decía: «¿De Nazaret puede salir algo bueno?» (Jn 1,46).

Sin embargo, desde allí renace el mundo. La heroína elegida, una muchacha desconocida: María. Ella misma es la primera en asombrarse cuando el ángel le trae el anuncio de Dios. Y en su cántico de alabanza, destaca precisamente este asombro: «Mi alma canta la grandeza del Señor, y mi espíritu se estremece de gozo en Dios, mi Salvador, porque Él miró con bondad la pequeñez de su servidora» (Lc 1, 46-48).

Dios -por así decirlo- se siente atraído por la pequeñez de María, que es sobre todo una pequeñez interior. Y también lo atrae nuestra pequeñez, cuando la aceptamos.

A partir entonces, María tendrá cuidado de no pisar el escenario. Su primera decisión tras el anuncio angélico es ir a ayudar, ir a servir a su prima. Pero, ¿quién ve este gesto? Nadie salvo Dios. Parece que la Virgen no quiere salir nunca de este escondimiento.

Como cuando, desde la multitud, una voz de mujer proclama su bienaventuranza: «¡Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron!». (Lc11,27). Pero Jesús replica
inmediatamente: «Dichosos más bien los que oyen la Palabra de Dios y la guardan» (Lc 11,28).

Ni siquiera la verdad más sagrada de su vida -el ser la Madre de Dios- se convierte en motivo de jactancia ante los demás. En un mundo que es una carrera para aparentar, para demostrarse superior a los demás, María camina con decisión, solamente con la fuerza de la gracia de Dios, en dirección contraria.

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