Históricamente, en México los movimientos políticos nunca han sido silenciosos. Se sienten, se perciben y se presienten en la rumorología de los oraculeros —o sea, las personas que traducen el mensaje de los oráculos—, que al tiempo, se confirma a golpe de la información oficial. Y viendo los recientes sucesos políticos de primer nivel, hemos de reconocer que hoy no es distinto. El país vive un reacomodo permanente, una danza de poder que no concede respiros, donde cada actor busca ensanchar su sombra mientras los ciudadanos tratan de caminar entre líneas que nadie explicó del todo en ese vaivén escénico ejecutado la semana anterior y que deja en entredicho a la soberanía, la independencia y la libertad.
Las pugnas de poder se están convirtiendo en una función de lucha libre de aquellas que llenaban la desaparecida Arena Coliseo: llaves y costalazos, contrallaves, máscaras que se caen y otras que se fingen. Cada actor, desde su respectivo nivel, reclama su tajada; cada partido exige su cuota; cada facción se aferra al discurso que más le conviene. La narrativa es simple: “Nosotros somos los buenos, los de enfrente son los malos”. Pero detrás de las cifras, de las comisiones dictaminadoras y de los discursos inflamados, está el ciudadano común, el que observa cómo se estira y se encoge “la liga” política, mientras que el futuro luce igual de oscuro, igual de vulnerable, igual de incierto.
Y como si no fuera suficiente, la gran cortina mediática del próximo Mundial ya empieza a desplegarse. No es casualidad. Pocas cosas anestesian tan eficientemente como la ilusión futbolera. Y mientras se discute qué equipos jugarán aquí, cuántas rutas, cuántos millones costará la fiesta, nadie parece querer hablar de la realidad: ¿qué país estaremos mostrando al mundo? ¿Uno que presume modernidad en sus vitrinas o uno que sigue escondiendo la basura debajo de la alfombra? El balón, una vez más, corre el riesgo de convertirse en distractor, en analgésico, en esa música de fondo que permite que el ruido, los jaloneos y las pugnas políticas se vuelvan imperceptibles.
Y en medio de este escenario, tres palabras que ya parecen moneda corriente en boca de todos cobran, en la conciencia ciudadana, mayor nivel de relevancia: soberanía, independencia y libertad. Conceptos nobles, casi sagrados, pero hoy usados como fichas retóricas que cada grupo acomoda según su necesidad. La soberanía se invoca para justificar decisiones que convienen al poder; la independencia se reclama sólo cuando favorece la narrativa propia; la libertad se reduce al argumento que permite señalar al adversario. Términos que deberían unirnos, pero que terminan convertidos en munición política.
La lucha eterna por el poder, que como deporte nacional nunca descansa, sigue marcando el pulso del país. Lo vemos en los jaloneos legislativos, en las declaraciones “noroñescas” y altisonantes, en los pactos silenciosos que se sellan debajo de la mesa. México vive en un ciclo donde cada triunfo político parece venir acompañado de una derrota social. Mientras el tablero se mueve allá arriba, nosotros, los ciudadanos comunes y corrientes, seguimos con la cruenta realidad: la inseguridad que no cede; economías familiares que apenas resisten; comunidades de agricultores, transportistas, sindicalistas, trabajadores y empresarios que sienten que las promesas del discurso no llegan a transformarse en realidad.
Pero en este país, que siempre ha sido más grande que sus problemas, también persiste una certeza: el mexicano no se deja. No se acostumbra. No se resigna. Y quizá ahí radica la verdadera independencia, la que no depende de decretos; la verdadera libertad, la que se ejerce desde la voz; la auténtica soberanía, la del ciudadano que, pese a todo, se aferra a exigir, a participar, a cuestionar.
Porque al final, más allá de los jaloneos políticos por el poder, de la magia del humo del próximo Mundial y mucho más allá de los presupuestos que se disputan como si se tratara de un jugoso “botín”, lo que está en juego es la historia que queremos contar como país. Y esa, estimado lector, se escribe desde abajo, desde el ciudadano pensante que —como usted y como yo— no renuncia a la esperanza de ejercer a plenitud la propia soberanía de su independencia en la práctica de una entera, genuina y auténtica libertad.
Por hoy es todo, medite lo que le platico, estimado lector. Esperando que el de hoy sea un reflexivo día, por favor cuídese y ame a los suyos. Me despido honrando la memoria de mi querido hermano Joel Sampayo Climaco, con sus hermosas palabras: “Tengan la bondad de ser felices”. Nos leemos, Dios mediante, aquí el próximo lunes.
