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Opinión

Pidamos al Espíritu Santo que nos conceda la gracia de creer, esperar y amar a imitación del Corazón de Cristo

Siguiendo al Papa

El Papa Francisco: Pidamos al Espíritu Santo que nos conceda la gracia de creer, esperar y amar a imitación del Corazón de Cristo, siendo sus testigos en toda circunstancia.
 
AUDIENCIA GENERAL.

Queridos hermanos y hermanas:
En las catequesis pasadas reflexionamos sobre las cuatro virtudes cardinales: prudencia, justicia, fortaleza y templanza. Hoy nos acercamos a las tres virtudes teologales, que son la fe, la esperanza y la caridad. Se denominan teologales porque son infundidas por Dios y se viven en la relación con Él. Estas virtudes nos dan una especial asistencia del Espíritu Santo para poder seguir las huellas de Jesús en nuestra vida cotidiana.

El Espíritu Santo nos ayuda a distinguir claramente el bien del mal y a tener la fuerza para optar por el bien. En el deseo de hacer lo correcto, sin embargo, podemos caer en la autosuficiencia o en el voluntarismo. Pero si nos abrimos con humildad al Espíritu Santo, Él reaviva en nosotros las virtudes teologales. Así, cuando perdemos la confianza, Dios aumenta nuestra fe; cuando nos desalentamos, despierta en nosotros la esperanza; y cuando nuestro corazón se enfría, Él lo enciende en el fuego de su amor.
 
ENCUENTRO CON LA ACCIÓN CATÓLICA “CON LOS BRAZOS ABIERTOS”
Efectivamente, el título que has elegido para tu encuentro es “Con los brazos abiertos”. El abrazo es una de las expresiones más espontáneas de las experiencias humanas. La vida humana comienza con un abrazo, el de los padres, el primer gesto de acogida, al que siguen muchos otros, que dan sentido y valor a los días y a los años.

Y, sobre todo, está envuelta por el gran abrazo de Dios, que nos ama, que nos ama primero y que no deja de tenernos cerca de Él, especialmente cuando volvemos después de habernos extraviado, como muestra la parábola del Padre misericordioso (cf. . Lc 15:1- 3,11-32). ¿Cómo sería nuestra vida y cómo podría realizarse la misión de la Iglesia sin estos abrazos? Por eso, quisiera proponeros, a modo de reflexión, tres tipos de abrazo: el abrazo que falta, el abrazo que salva, el abrazo que cambia la vida. 

En primer lugar, el abrazo que falta. El celo que hoy expresas tan festivamente no siempre es bien recibido en nuestro mundo: a veces encuentra estrechez de miras, a veces encuentra resistencias, por lo que los brazos se endurecen, convirtiéndose no en vehículos de fraternidad, sino de rechazo, de oposición, signo de desconfianza hacia los demás.

Con vuestra presencia y vuestro trabajo podéis dar testimonio a todos de que el camino del abrazo es el camino de la vida.

Lo que nos lleva al segundo pasaje el abrazo que salva. Ya en términos humanos, abrazar significa expresar valores positivos y fundamentales como el afecto, el respeto, la confianza, el aliento, la reconciliación. Pero se vuelve aún más vital cuando se vive en la dimensión de la fe.

En el centro de nuestra existencia está el abrazo misericordioso de Dios que salva, el abrazo del buen Padre revelado en Cristo, y cuyo rostro se refleja en cada uno de sus gestos: perdón, curación, liberación, servicio (cf. Jn. 13,1-15), y cuya revelación alcanza su culminación en la Eucaristía y en la Cruz, cuando Cristo ofrece su vida por la salvación del mundo, por el bien de quien lo acoge con corazón sincero, perdonando incluso a sus crucificadores ( cf. Lc 23,24). Y todo esto se nos muestra para que nosotros también aprendamos a hacer lo mismo.

Por tanto, no perdáis nunca de vista el abrazo del Padre que salva, paradigma de vida y corazón del Evangelio, modelo de radicalidad en el amor, dejémonos abrazar por Él, como niños (cf. Mt 18,2-3; Mc 10,13-16).

Cada uno de nosotros lleva en el corazón algo del niño que necesita un abrazo. Vayamos al tercero, el abrazo que cambia la vida. Un abrazo puede cambiar la vida, mostrar nuevos caminos, caminos de esperanza. Hay muchos santos en cuya existencia un abrazo marcó un punto de inflexión decisivo, como san Francisco, que lo dejó todo para seguir al Señor después de abrazar a un leproso, como él mismo recuerda en su Testamento (cf. FF 110: 1407-1408). Y si esto era válido para ellos, también lo es para nosotros.

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