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Opinión

Quitarse los disfraces para encontrarse de verdad

Columna Invitada

Todos nacemos con una esencia única. Pero en el camino, para sobrevivir, aprendimos a disfrazarnos. 

Como un acto de magia, el mago cubre el sombrero con una pañoleta, lo toca con su varita mágica, y al destaparlo, aparece un conejo, una paloma o un ramo de flores. 

Algo que parecía vacío, de pronto se llena de vida. Así, de manera simbólica, ocurre con nosotros: Debajo de los disfraces que hemos llevado toda la vida, hay alguien esperando surgir… alguien real, completo, auténtico.

El libro La magia de nuestros disfraces de Teresa Robles, nos habla cómo desde pequeños, empezamos a usar disfraces invisibles: “La hija obediente”, “el hijo fuerte”, “la niña bonita”, “el niño inteligente”. 

Papeles que muchas veces no elegimos, pero que fuimos usando para encajar en nuestra familia, para recibir amor o evitar rechazo. Nos acostumbramos tanto a ellos, que al crecer ya no sabemos dónde termina el disfraz, y dónde comenzamos nosotros.

Las familias son el primer escenario donde aprendemos cómo funciona el mundo. Pero en algunas, sin quererlo, se establecen libretos rígidos que dictan cómo debe actuar cada miembro. 

En lugar de relacionarnos como personas únicas, nos relacionamos como funciones: Madre-hijo, esposo-esposa, hermana mayor. Cada quien debe seguir el papel que se le asignó, sin improvisaciones.

Hay libretos antiguos que aún sobreviven, como si el tiempo no pasara. En ellos, una madre demuestra su amor solo a través del sacrificio. Un padre debe ser fuerte, proveedor y poco emocional. 

Los conflictos no se expresan porque: “Aquí todos nos queremos y nunca nos enojamos”. Se prioriza la apariencia de armonía, aunque por dentro haya silencios, tensiones y emociones reprimidas.

Y a los hijos también se les asignan roles: “Tú eres el inteligente”, “tú la rebelde”, “tú la bonita”. Y sin darnos cuenta, estos papeles nos limitan. Si yo soy el inteligente, no puedo fallar. Si soy la bonita, debo siempre agradar. Si soy el rebelde, debo llevar la contraria, incluso cuando no quiero.

Cuando una familia no permite que sus miembros se individualicen, es decir, que desarrollen su forma propia de pensar, sentir y actuar, se pierde algo fundamental: La libertad de ser uno mismo. 

Se vive desde el deber ser, no desde el querer ser. Y eso, con el tiempo, pesa. Pesa porque sentimos que algo no encaja, que por más que cumplamos con lo que se espera de nosotros, hay una parte interna que no se siente viva.
Individualizarse no significa separarse o dejar de querer a la familia. Significa reconocer quién soy, más allá del rol que me tocó.

Es descubrir mis gustos, mi voz, mis ideas, mis límites, incluso si son diferentes a los de los demás.

Así como el mago que, con su varita mágica, transforma lo vacío en algo sorprendente, nosotros también podemos transformarnos. Sólo que nuestra varita es la consciencia. La decisión de quitarnos poco a poco los disfraces que ya no nos quedan. Al hacerlo, no surge un conejo o una paloma… surgimos nosotros mismos.

Y no es un proceso inmediato. Requiere mirar hacia adentro, cuestionar creencias heredadas, atreverse a sentir emociones que antes no nos permitíamos: Enojo, tristeza, miedo. Requiere también aprender nuevas formas de relacionarnos, donde se valore al otro por lo que es, no por lo que representa.

Todos nacemos con una esencia única. Pero en el camino, para sobrevivir, aprendimos a disfrazarnos. Hoy, como adultos, tenemos la oportunidad de preguntarnos: ¿qué parte de mí es genuina y cuál fue aprendida para encajar?

Quitarse el disfraz no es traicionar a la familia, es honrar lo que somos. Y sólo cuando nos vemos de verdad, sin máscaras, podemos conectar desde lo auténtico… y vivir una vida que sí nos pertenece.

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