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Opinión

Tragedia en Australia

Columna Invitada

Australia ha sido, por décadas, un referente mundial de convivencia, pluralidad y estabilidad democrática. Un país construido sobre instituciones sólidas, respeto a la diversidad y canales de diálogo que han permitido resolver las diferencias sin recurrir a la violencia. 

Por eso, la tragedia ocurrida en Bondi Beach sacude no sólo a Oceanía, sino a toda la comunidad internacional.
Durante la celebración de Janucá por parte de la comunidad judía, un ataque terrorista dejó 16 personas muertas y decenas de heridos; al menos 38 continúan recibiendo atención hospitalaria. Un hecho que, por sí solo, es desgarrador, pero que se vuelve aún más alarmante cuando entendemos el contexto global en el que ocurre: un mundo crecientemente polarizado, donde el discurso de odio avanza más rápido que el diálogo y donde las diferencias políticas, religiosas o culturales se convierten en trincheras desde el cual el odio y el prejuicio reinan. 

Lo sucedido en Australia no puede analizarse como un evento aislado. Es parte de un fenómeno más amplio que está erosionando incluso a las democracias que parecían más consolidadas. Países históricamente pacíficos hoy enfrentan tensiones internas que antes resultaban impensables. 

La polarización no solo divide opiniones; deshumaniza al otro, normaliza la violencia simbólica y, en los casos más extremos, abre la puerta a la violencia real.

La democracia, por definición, es conflicto. Es confrontación de ideas, debate intenso y competencia política. Lo peor que le puede pasar a un país es tener una población atípica, desinteresada de lo público. 

Pero una democracia sana no puede sobrevivir sin instituciones fuertes ni sin canales permanentes de diálogo. Cuando estos se debilitan, cuando el adversario se convierte en enemigo y el desacuerdo en odio, la democracia deja de ser un espacio de encuentro y se transforma en un campo de batalla.

El ataque en Bondi Beach es una advertencia dolorosa. Nos recuerda que ningún país está exento de los efectos corrosivos de la polarización extrema; que la intolerancia no reconoce fronteras y que el discurso que justifica la exclusión o la violencia, tarde o temprano, encuentra eco en acciones irreparables.

Por eso, hoy más que nunca, es fundamental defender una democracia dinámica, sí, pero también responsable. Una democracia donde el disenso no rompa los puentes institucionales; donde las diferencias se procesen en el marco de la ley y el diálogo; donde la diversidad sea entendida como una fortaleza y no como una amenaza.

Australia enfrenta hoy un duelo profundo. Pero su mayor desafío será evitar que el miedo y la ira definan el rumbo de su vida pública. Ese desafío es, en realidad, global. Porque la paz no se pierde de golpe: se erosiona lentamente, cada vez que se normaliza el odio, cada vez que se rompen los espacios de diálogo, cada vez que la polarización sustituye a la política.

Lo ocurrido en Bondi Beach debe obligarnos a reflexionar. La democracia no se defiende solo en las urnas, sino todos los días, preservando las instituciones y manteniendo abiertos los canales para hablar, disentir y reconciliarnos. Cuando esos canales se cierran, incluso las sociedades más pacíficas pueden enfrentarse a tragedias que jamás imaginaron.

Y, más importante, es un llamado de atención. El continente americano no está ajeno a los riesgos que implica normalizar el discurso de odio, la desinformación y las mentiras convertidas en estrategia política. Aquí también existen actores que lucran con el miedo y que erosionan deliberadamente la confianza en las instituciones democráticas. Ignorar estas señales sería un error grave. La violencia no surge de la nada: se alimenta de palabras irresponsables, de narrativas excluyentes y de la renuncia al diálogo. Si no se frenan a tiempo, incluso nuestras democracias más jóvenes y vibrantes pueden verse arrastradas por una espiral de confrontación que termina por cobrar vidas inocentes.

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