Pocas veces hablamos de la adicción desde un lugar verdaderamente humano. Sin embargo, quien acompaña procesos terapéuticos sabe que, antes de convertirse en destrucción, la adicción suele iniciar como un encuentro seductor: una sensación cálida, un alivio inesperado, un silencio interno que se parece mucho a enamorarse.
Por eso, cuando decimos que la adicción es una historia de amor, hablamos de ese vínculo intenso y desigual que promete cuidado, pero termina cobrándolo todo.
Al principio, la adicción ofrece lo que una persona herida busca desesperadamente: calma, anestesia emocional, identidad temporal, o la ilusión de sentirse por fin suficiente. Entra suave, casi dulce, acomodándose en los huecos que dejaron la soledad, el abandono o el dolor que nunca se dijo en voz alta. El corazón, frágil y cansado, confunde ese alivio fugaz con afecto real.
Pero al igual que en los amores tóxicos, la adicción comienza a exigir más. Ya no basta con un poco; necesita presencia total, cada vez más tiempo, cada vez más energía emocional. Lo que antes parecía refugio se convierte en dueño.
Y la persona descubre que ya no elige, sino que obedece. Muchos lo describen así: “Sé que me hace daño, pero no puedo dejarlo”. Es la misma frase que se escucha en relaciones donde el sufrimiento es cotidiano, pero la esperanza de un cambio mantiene atrapado.
Lo más devastador es el costo. La adicción promete acompañar, pero termina aislando. Promete aliviar, pero despierta tormentas más grandes. Promete seguridad, pero desarma la vida en pedazos.
En este punto, la relación con la sustancia deja de ser un placer y se vuelve miedo: miedo a enfrentar el dolor sin ese brillo engañoso; miedo a descubrir quién soy sin aquello que un día me sostuvo.
Ejemplos hay muchos. El joven que prueba algo “para sentirse parte de algo”, creyendo que encontró pertenencia. O el adulto que recurre al alcohol para hacer menos pesada una soledad antigua, hasta que un día ya no sabe qué siente sin la copa en la mano.
Mirar estas historias desde la compasión transforma el juicio en entendimiento: no están “aferrados” a una sustancia, están aferrados a lo único que les dio alivio cuando más lo necesitaban.
Por eso, sanar implica un duelo real. No es simplemente “dejar algo malo”, sino despedirse de un viejo amor que en su momento cumplió una función. Y ese proceso, lejos de ser simple, es profundamente emocional. Aparece la negación, el enojo, la nostalgia… incluso la tristeza de extrañar aquello que hizo sentir vivo alguna vez. En terapia, cuando un paciente dice “lo extraño”, no es recaída emocional: es honestidad.
Pero también llega un momento precioso: cuando el paciente empieza a descubrir que merece un amor distinto. Un amor que no lo oculte, que no lo castigue, que no lo vacíe. Un amor que se construye desde el cuidado propio, desde la presencia y desde una humanidad que quizá nunca le enseñaron. Ahí comienza una historia nueva: menos brillante, pero más verdadera.
La recuperación no es solo abstinencia; es una reconstrucción interna. Es reconocer el dolor sin anestesia, crear vínculos reales, pedir ayuda cuando la vida pesa y aprender a sostener emociones que antes parecían imposibles. Es, sobre todo, volver a habitarse sin miedo, con paciencia y con dignidad.
Al final, sí: la adicción fue una historia de amor. Una historia que nació del dolor y se sostuvo en la necesidad. Pero la recuperación… esa es una historia de amor propio. Una que se escribe despacio, con nuevas decisiones, con heridas que se cierran y con la certeza de que incluso los vínculos más destructivos pueden transformarse en crecimiento.
