Determinado en practicar el ejercicio de la libertad de prensa a la que me tienen acostumbrado mis editores, quienes siempre han dejado al libre albedrío de quien esto escribe la elección de los temas de interés para vestir este espacio, en esta ocasión —y sin afán de protagonismos, y mucho menos sin acariciar con pasmoso temple la natural embestida de la vanidad disfrazada de humildad que generalmente habita en el ser humano—, me he tomado la libertad de hablar en primera persona de un tema muy importante en la vida de quienes, razonablemente, habitamos este mundo: el tiempo.
Y es que hoy no quiero perderlo haciendo la crítica que, gracias a los rebajados estándares de sentido común de la sociedad, del oficio de nuestros líderes políticos y de la aparente honradez en la justicia de las autoridades, resultaría estéril y altamente riesgosa. Expresarla en estos momentos en los que no existen por ningún lado el mínimo de garantías en torno a la protección y seguridad de quienes expresamos nuestra opinión en los medios de comunicación.
Y aunque este oficio es como el del torero en el mundo de los toros, pues cuando buscas “colocarte” te tienes que arrimar y exponer hasta de más, dando el pecho (y no enseñándolo donde no hay nada que enseñar), para ubicarte en el gusto del lector, sin embargo, para aquellos que hemos aprendido a vivir la vida con el corazón de la modestia, la categoría, la maestría, la clase, el temple y la cadencia de expresar lo que uno lleva dentro, es de reconocer que estas cualidades nos hacen ver como seres distintos y diferentes a los demás.
Sin embargo, y honestamente opinando, si así fuera el caso y tuviera que exponerme hasta morir, si me dieran a elegir, preferiría irme en las astas de un toro bravo que en las balas de un hampón.
Cada quien debe elegir sus propias batallas, dicen, y hoy he elegido que no quiero pelear ni criticar a nadie. Como, por ejemplo, el desastroso desorden que se ha apoderado de nuestro país en la desarticulación paulatina e independiente disolución de los poderes, en la inseguridad reinante, en las cifras alegres sobre la baja de los homicidios y en el incremento de los número de desaparecidos. Hoy no quiero criticar las carencias en el servicio de transporte, ni la muy cuestionable moral de las marchas con marca de “orgullo”, así como tampoco quiero cuestionar los movimientos expuestos y ocultos de los adelantados que le apuestan al juego del ajedrez político.
Tampoco quiero criticar a nuestros líderes, porque sus elevados niveles de popularidad nada tienen que ver con los pobres resultados de efectividad. Puesto que, a pesar de todo el recurso que supone se ha ahorrado al evitar, por ejemplo, el robo de hidrocarburos, no han bajado los precios de las gasolinas, no ha disminuido la pobreza, no ha bajado la violencia, no hay detenidos importantes por el huachicoleo y no se ha podido contener a los grupos criminales, hoy conocidos como organizaciones terroristas.
Por ello, de esas veces, hoy no quiero echarme enemigos de “a gorra”y he decidido no pelear con nadie ni criticar a nadie, sencillamente porque hacerlo es perder el tiempo, ese elemento precioso de vida que no se puede comprar en el súper o en una esquina, y que dedicarlo a toda esta problemática, amable lector, es tirarlo irremediablemente al desperdicio.
Vivir la vida a total plenitud es obligación y menester de cada uno de nosotros. Vivir este tiempo de vida de la mejor forma debe ser el objetivo primordial en que debemos enfocar nuestras acciones de vida, para —como parte de una comunidad sana e inteligente— construir una sociedad más armónica y positiva que nos permita, de esas veces, vivir el mayor tiempo de vida posible, en paz, en armonía y, ¿por qué no?, en prosperidad.
Por ello, hoy más que nunca, el que esto escribe se siente orgulloso de su origen y renegado de su destino, tan lleno de errores como el que más, y tan sensible y tan humano como cualquiera. Creyente de Dios y su palabra, católico de fe que conduce su vida con el corazón en la mano y no por mandamiento parroquial, amante del amor y adorador de la vida, aficionado a la fiesta de toros y promotor de los valores culturales y sociales que en ella habitan, admirador del arte, escritor por necesidad interior, incansable soñador y eterno aspirante a habitar un mundo mejor. Y si éste está lleno de chocolates, mazapanes y tamales de repollo, ¡mejor!
Por eso, estimado lector, de esas veces le doy gracias por compartir este precioso e irrepetible tiempo, espacio y pensamiento con usted, luchando en el sinuoso y esperanzador andar de nuestros días por formar parte de una mejor sociedad, para lograr construir un gran país, a pesar de nuestros hoy y, de esas veces, no criticados líderes.
Por hoy es todo. Medite lo que le platico, estimado lector, esperando que el de hoy sea un reflexivo inicio de semana. Por favor, cuídese y ame a los suyos; me despido honrando la memoria de mi querido hermano Joel Sampayo Climaco, con sus hermosas palabras: “Tengan la bondad de ser felices”. Nos leemos, Dios mediante, aquí el próximo lunes.