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Opinión

Entre sorbos

La buena vida: Hablemos de todo

“Cuando los objetos nos cuentan una historia”.
 
A él, le gusta el café negro y que esté hirviendo… tanto, que cada vez que lo vierte en mí, siento cómo mi piel de cerámica se agrieta con unos diminutos surcos que, a simple vista, son difíciles de notar.

Yo, a él, le pertenezco, no me comparte con nadie, y cuando termina de beber su café, él mismo me enjabona meticulosamente hasta dejar limpia cualquier porosidad. No sé por qué le agrado, soy simple, no brillo ni tengo diseño como las otras, sin embargo, él no puede comenzar él día sin mí.

A ella, le gusta el té de manzanilla, lo toma templado y en cualquier taza. Ellos conversan por las mañanas. Ella deja su taza en el fregadero junto a platos y cacerolas cochambrosas y se sale de la cocina llorando.

Él, se queda sentado y me aprieta entre sus manos con tal intensidad que siento que me cuesta trabajo respirar, pero lo que más me preocupa es que algún día me acabe rompiendo. Después de dar los últimos sorbos, me lava, me seca, y luego me coloca dentro de la gaveta de puertas de madera donde están un azucarero y un servilletero que se usan para reuniones nada más.

Es difícil hablar con ellos, porque nunca han visto ni escuchado nada de lo que en el desayuno ocurre. Cuando he intentado decirles, no me creen. El azucarero es un gordo malhumorado al que sólo le gusta dormir, y el servilletero es temeroso y distraído al que siempre se le andan cayendo las servilletas.

Él se llama Lázaro, y ella, Nuria. Desayunan juntos, y por las noches, entran por separado a la cocina a tomar algo del refrigerador, y luego desaparecen. Lázaro, abre la gaveta y me saca de ahí para verter de nuevo la tortura hirviente dentro de mi entraña.

El otro día escuché a Lázaro decir: “Tenemos que llevarlo al asilo, créeme gordita, ahí estará mejor… además, tú no te puedes estar encargando de él todo el tiempo”.

“Pero mi padre no quiere dejar su hogar, él ya lo dijo. Yo no tengo problema en cuidarlo, y menos si vivimos en el mismo edificio”.

Lázaro me apretó con fuerza y me azotó sobre la mesa, gritando: “¡Así lo haremos, ¿sale?!”. Me agarró de nuevo y tomó un largo sorbo. Nuria dejó su té a un lado, con la voz temblorosa, lo miró: “Pero… es que no podemos llevarlo a la fuerza…”.

Lázaro golpeó la mesa: “Pues lo haremos y punto”. Nuria ya no respondió, dejó su taza en el fregadero y salió de la cocina. Yo sentí pánico de quedarme a solas con él. Es terrible no poder pedirle ayuda a nadie.

Después de un tiempo, todo volvió a la normalidad. Hasta ese otro día… Lázaro, concentrado, escribía algo sobre una servilleta.

“Ya sé cómo haremos la repartición de los bienes de tu padre”, le dijo a Nuria, mientras ella se preparaba un té en una taza despostillada. “¿Repartición?, pero si él sigue vivo, y quizá quiera regresar a vivir a su casa.

“¡¿Por qué  siempre tienes que complicar las cosas?!”. Luego, apareció un silencio que una vez más, se disolvió entre sorbos.

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