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Opinión

Respeto a los deseos de quien muere

Siete puntos

1. Cuentan que cierto obispo, ya para morir, dejó las últimas instrucciones testamentarias a su secretario particular: en la misa exequial se debía ejecutar el Réquiem de Mozart y la Obertura 1812 de Tchaikovsky; el altar estaría adornado con 84 rosas blancas, en referencia a su edad, y sus cenizas tenían que ser trasladadas a la Basílica de San Pedro, en el Vaticano, para ser colocadas junto al sepulcro de los últimos papas. Su diócesis era muy pobre, y ni tenía orquesta adecuada, ni tantas flores, y lo de Roma era prácticamente imposible: sus deseos no fueron cumplidos.

2. Y es que eran quiméricos, como el del gordito jugador de softbol que encarga a los hijos trasladar sus restos al estadio de los Yankees de New York, para sepultarlos en la gradería; o la devota de misa diaria que solicita a cualquier cardenal para oficiar su última misa; o la del condenado a muerte que exige recibir la descarga de la silla eléctrica frente al mar, en alguna paradisíaca playa del Caribe. La postrera voluntad del difunto debe ajustarse a las posibilidades de la familia, a leyes y reglamentos tanto civiles como eclesiásticos, vamos, hasta al clima imperante.

3. Pero hay pretensiones que sí pueden obsequiarse: insistir en todo tipo de tratamientos médicos o no para prolongar la vida; ser cremado o sepultado una vez fallecido; determinados textos para la misa y hasta algunos sencillos cantos; lectura del testamento frente a familiares y otros beneficiarios, y el destino de ciertos bienes particularmente significativos. Cumplir con estos anhelos es relativamente sencillo, y al hacerlo se respeta al finado para que, ahora sí, pueda descansar en paz una vez que vio satisfechas sus aspiraciones finales.

4. Todo esto lo reflexioné al enterarme de que, en contra de la aquiescencia paterna, los hijos de Gabriel García Márquez se atrevieron a publicar En agosto nos vemos, novela póstuma del Premio Nobel colombiano, que no sólo no publicó en vida, sino que de manera enfática se negó a hacerlo, por considerarla no estar a la altura de su obra. Hacia el final de su existencia terrena ya escribía con dificultad, produjo al menos cinco versiones, y retocó el texto durante años, con innumerables modificaciones. Desistió y exigió que fuera destruido.

5. Sin embargo, una década después de su muerte, los hijos del Gabo deciden publicarla. Reconocen que pueden ser tildados de codiciosos, interesados en lucrar con su memoria, que la narración no se encuentra entre las obras maestras de su padre, y que tiene repeticiones, contradicciones en la edad de la protagonista, descuidos. Los críticos, como sucede en estos casos, se han dividido: el periodista colombiano Juan Mosquera dice que se aprovechan de la marca, mientras que su paisano Héctor Abad Faciolince ve la historia sin demérito para el gran escritor.

6. Los fans de García Márquez, entre los que me encuentro, celebran la transgresión filial, el acto traidor de sus vástagos, pues nos regalan una maravilla de su padre, que no debía permanecer ignota. Yo no participo de ese entusiasmo por dos razones: pese a su deteriorada salud, pero todavía consciente, el autor consideró que su escrito no respondía a los parámetros de calidad acostumbrados en él, que no estaba completo. Pero, en segundo lugar, y todavía más importante, debió ser respetado en una decisión que, insisto, tomó todavía en pleno uso de sus facultades.

7. Cierre icónico. Todavía no termina el conflicto entre Rusia y Ucrania, ni el que permanece en la Franja de Gaza, cuando Irán e Israel se trenzan en una nueva disputa militar. Día a día aumentan las muertes en todos los frentes de batalla, y la explicación de estas guerras, según especialistas, es doble: lograr simpatías políticas al interior de los países agresores, y distribuir un armamento que las fábricas no tienen en dónde colocar. Y sí. La producción de armas –por cierto, en países occidentales y “pacíficos”– no se detiene, y necesita de mercados compradores.

papacomeister@gmail.com

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