En una sesión reciente, una mujer me contó cómo, desde muy pequeña, aprendió a “portarse bien” para evitar conflictos en casa.
Sonreía, aunque no tuviera ganas, callaba cuando algo le dolía. “Así era más fácil”, me dijo. Lo decía sin molestia, pero con la claridad de quien empieza a entender que esa estrategia fue, durante mucho tiempo, su forma de sobrevivir.
En Gestalt, a eso lo llaman ajuste creativo. Es la manera en que cada persona aprende a adaptarse al entorno para obtener cuidado, aceptación o simplemente para mantenerse a salvo. Es una respuesta inteligente del organismo ante lo que vive, aunque con el tiempo pueda volverse rígida o limitante.
El ajuste creativo se forma en momentos donde el entorno no puede responder plenamente a nuestras necesidades. Entonces el cuerpo, la mente y la emoción se organizan para compensar. Por ejemplo, quien creció en un ambiente de críticas quizá aprendió a complacer para evitar rechazo; quien vivió abandono, a no necesitar de nadie.
Como terapeutas, identificar el ajuste creativo nos permite entender cómo el paciente se protegió. No miramos el síntoma como un error, sino como una solución que en su momento tuvo sentido. Es un puente que nos lleva a la historia emocional de la persona y nos muestra cómo se construyó su manera de estar en el mundo.
Nombrarlo con el paciente no busca juzgarlo, sino darle conciencia. Cuando alguien entiende que su forma de actuar fue una respuesta sabia a una situación difícil, empieza a verse con compasión. Y desde ahí, puede elegir nuevas formas de responder al presente sin repetir estrategias del pasado.
Para nosotros, los terapeutas, el reto está en no vincularnos con el ajuste, sino con la persona que hay detrás de él. Si alguien aprendió a ser complaciente, no se trata de reforzar su deseo de agradar al terapeuta, sino de acompañarlo a explorar qué pasa cuando no lo hace. Es un trabajo delicado, lleno de presencia y respeto.
El ajuste creativo nos habla del ingenio emocional del paciente. Nos muestra su capacidad para adaptarse, su fuerza, su deseo de permanecer. Incluso cuando esas formas ya no funcionan, reconocer su origen permite honrar el intento y abrir espacio para el cambio sin invalidar lo que fue.
En el proceso terapéutico, cuando el paciente se da cuenta de su propio ajuste, algo se transforma. Empieza a ver patrones que antes parecían naturales: El silencio, la prisa por resolver, la necesidad de controlar. Y ese darse cuenta no impone un cambio, lo invita con suavidad.
Entonces, el ajuste creativo deja de ser una defensa inconsciente y se convierte en un recurso consciente. Ya no es un límite, sino un aprendizaje. El paciente puede elegir: Seguir usándolo cuando lo necesite o dejarlo descansar cuando ya no le sirve.
Porque, en el fondo, el ajuste creativo nos recuerda que todos, alguna vez, hicimos lo mejor que pudimos con lo que teníamos. Y en terapia, poco a poco, aprendemos a hacerlo diferente: Con más libertad, más presencia y más verdad.
